¿La discusión es una renuncia a la violencia? Esta cuestión era uno de los temas de filosofía de bachillerato este año en Francia. En el mundo del trabajo, es una cuestión que merece la pena abordar, ya que no siempre es evidente.
A priori, una discusión es un remedio para la violencia. Por una simple razón: el mundo del trabajo se desmorona bajo las suposiciones de las cosas no dichas que envenenan las relaciones y son fuente de exasperación e incluso de crisis desastrosas.
Discutir, en el sentido de debatir, es atreverse a tomar la palabra para decir cosas que no son necesariamente agradables; es hacer de tripas corazón para señalar algo que no funciona y que necesita ser abordado; es mostrarse responsable y no padecer los acontecimientos.
Hacer como si nada puede ser suicida. Dichosos los que osan decir en voz alta lo que todo el mundo percibe por lo bajo.
Discutir es, en definitiva, esclarecer algo a través del debate, porque dos visiones opuestas encuentran cada una su defensor y la decisión resultante será generalmente más ajustada.
Sin embargo, ¿es esto cierto siempre? Todo el mundo sabe que la victoria pertenece al más hábil, al que domina mejor el verbo y que no es por lo general el más justo. O pertenece incluso al más fuerte, al que ocupa una posición de autoridad que puede hacer valer en todo momento, en el sentido que Jacques Chirac decía de Nicolas Sarkozy cuando era primer ministro de Francia: “Yo decido, él ejecuta”.
Las discusiones en la empresa se desarrollan de forma anticipada. Sucede incluso que las discusiones amplifican las violencias, bien porque algunas parecen monólogos o porque nadie escucha o porque los argumentos apestan a mala fe.
Asqueados por una discusión que no va a ningún sitio, quienes creían fielmente en una posible clarificación se encierran en un mutismo lleno de cólera, se desesperan y se vuelven herméticos perennes ante toda nueva discusión.
Cabe añadir también que algunas discusiones aumentan la violencia porque unos están furiosos por no haber convencido o los otros restriegan a los unos su victoria y eso es insoportable.
Entonces, ¿cómo se reduce la violencia al discutir? Primero, enfrentando al espíritu de dominación con el espíritu de diálogo. Aunque algunas discusiones son trifulcas poco disimuladas, estériles, que terminan por la decisión del más fuerte, siempre es posible que un responsable fomente una auténtica discusión, hecha de oposición y de convergencia. Eso implica un cierto número de condiciones previas, como la honradez de los participantes, limitaciones que no sean imperativas, con un margen de maniobra que definan los dialogantes.
La discusión puede transformarse entonces en negociación, en concertación. Los oponentes pueden desde entonces compartir una actitud relajada que evalúe y pondere, que privilegie los puntos de acuerdo. Es incluso probable que, si una persona puede expresar con claridad su desacuerdo, si es escuchada y no se caricaturiza su punto de vista, incluso si la decisión final no va en su sentido, la aceptará más.
La verdadera discusión es escucha, reformulación, expresión mesurada de la opinión, concesión en los puntos indiscutibles del adversario… Una actitud así se fundamenta en la convicción de que vale la pena decir lo que se piensa y, en el mejor de los casos, saca a relucir la inteligencia colectiva.
Si la discusión es una vía privilegiada para una decisión más justa, la conversación constituye la cumbre de la civilización. En la conversación, el nivel sonoro decae, el tono se dulcifica, el espíritu partisano cede el paso al placer de intercambiar.
No se busca tanto el defender un punto de vista como el explorar juntos. La conversación se aleja más fácilmente incluso de la violencia que la discusión.