No quiero ser diferente. Aunque a veces me gustaría no ser tan yo mismo. Me reconozco en mis reacciones, en mis palabras y en mis gestos.
Soy yo con mi forma de ser, con mis pasiones, con mi pasado, con mis costumbres y defectos.
Me reconozco en mis fuerzas y en mis debilidades. No quiero que me pase lo que Sándor Márai escribe:
No deseo ser alguien diferente, no quiero ser otro. Soy yo mismo y me alegra ser como soy. Es la sensación de valer.
Merece la pena ser como soy. No compito con nadie, no me comparo. No quiero ser otro diferente.
Es cierto que, en ocasiones, siento vértigo ante el futuro y me asusta pensar que puedo fracasar o perder todo lo que tengo.
Pero no tengo derecho a pensar así. Jesús me ha dicho que Él estará conmigo y guiará mis pasos.
Aunque me falten las fuerzas y note el peso del día, de la vida, de las presiones. Y el miedo se aferre a mi garganta con fuerza.
Aunque la carga que tengo que llevar sea muy pesada. No quiero vivir con miedo y confío en ese Dios que me ama como soy.
Él ha elegido el color de mi alma y ha vestido mi vida con la belleza que desea para mí.
Soy el hijo soñado de Dios. Sé que esa experiencia es la que me levanta cada vez que dudo y tiemblo en medio de mis tormentas interiores. Comenta el padre José Kentenich sobre santa Teresita del Niño Jesús:
Es Dios el que me ha hecho como soy. Con fisuras e incompleto, frágil y pequeño, débil y maleable, apasionado y feliz, rebelde y positivo.
Me ha levantado como su niño en medio de mis miedos. Me ha compuesto como su canción preferida, esa que le gusta escuchar una y otra vez sin aburrirse.
Ha pintado mi vida con colores vivos, esos que resaltan sobre el gris y el blanco llenándolo todo de vida. Tonos vivos y alegres, rojos y naranjas, azules y amarillos.
Ha llenado de paz todas las rendijas de mis incoherencias y me ha dicho que puedo seguir remando y confiando en las tierras lejanas que aún desconozco.
Y a la vez puedo quedarme quieto y confiar que allí donde me quede brotarán hondas raíces.
No miro a los lados buscando odiosas comparaciones. Vivo de los éxitos que se anudan a mis fracasos.
Y compongo una sinfonía con notas disonantes que no siempre encajan en mi gama de colores.
Abrigo sueños imposibles que alimentan el fuego de mi alma. Me canso como todos al intentar subir cada día el mismo monte.
Abrazo con miedo al contagio porque es necesario el abrazo y temible el contagio.
Escribo en páginas blancas desmenuzando el alma sin cortapisas ni vergüenzas. Al fin y al cabo la vida es tan parecida en casi todas las almas...
Acaricio las nostalgias que a veces despiertan tristezas. Y río incluso con cierto llanto, porque todo me emociona.
Sé que la vida no es corta, es lo que tiene que ser aunque no siempre lo entienda. Es lo que es, así de fácil.
Para qué preguntar tantas veces por el sentido de todo lo que ocurre. Pretendo tener respuestas para todas las preguntas. Y ni yo mismo intuyo cuántas preguntas quedan cada día sostenidas en el aire.
Sé que las islas más lejanas se esconden tras el horizonte que veo. Y me nubla Dios los ojos para que confíe en mi suerte. O en la vida que Él me regala. Para que no me altere pensando en todo lo que puede ocurrir si me dejo amar hasta el extremo.
Tengo en la piel esa marca de la vida que ha pasado, cicatrices y heridas. Pero no siempre he llorado al sentir un dolor hondo. Y no siempre me he quedado dolido en esos sueños posibles que nunca se hicieron vida.
Las derrotas son duras. No quiero inventarme cielos que Dios nunca haya pintado.
Creo en su poder, en ese amor hondo que me tiene. Y su mirada me salva, creo que siempre la he tocado.
Y vivo con paz, tranquilo, sin compararme con nadie. Dios me ama como soy y eso me basta.
Me consuelan su voz y sus palabras. Y sigo adelante, ahora con más calma.