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Me conmueve la aparición de Jesús entre sus apóstoles este día.
No es un espíritu, tiene cuerpo y carne, come y bebe. Y en medio de la alegría de los apóstoles se deja tocar y les muestra que sigue siendo Él.
Hoy no quiero que el miedo y la sorpresa me quiten la alegría. Jesús está vivo en mi vida. ¿Eso me basta para estar alegre?
Está vivo en medio de mis días. De mis batallas y luchas. Está conmigo en el camino y me dice que no tema. Está a mi lado y come a mi lado.
La alegría de la Pascua es un don que pido todos los días. Para no olvidarme de dónde vengo y a dónde voy.
¿Por qué el miedo logra quitarme la paz? Porque mi alegría no descansa serena en sus manos de hermano, de Padre, de Hijo.
Busco una alegría pasajera que cualquier cosa logra enturbiar. Una alegría apegada al mundo, a la tierra.
Busco esa alegría que me dan los hombres, me la dan las cosas de esta tierra. Y yo me empeño en cuidarla cada día para que no se apague, para que no muera.
Me olvido de mirar a Jesús que se detiene ante mí y me dice que es mi pastor, mi padre y mi hermano.
Y me dice que me quiere con locura y come conmigo, bebe a mi lado. No se cansa de cuidarme.
En la vida Jesús se aparece de muchas maneras. Lo hace de forma sutil y yo me asusto, me sorprendo y tengo dudas.
Las dudas que cuestionan mi fe ciega. Lo que no toco no es real. Lo que no acarician mis manos no existe.
Me cuesta tanto creer en sus silencios. Valorar sus caricias llenas de ausencias. ¿Dónde está vivo, de carne y hueso, comiendo a mi lado?
Dios lanza lazos humanos para llevarme hasta Él. Son lazos frágiles, hechos de carne humana, de debilidad.
Y a mí me cuesta ver en ellos a Dios. Veo antes el pecado, el orgullo, la vanidad, la envidia.
No veo a Dios tirando de mí hacia lo alto. ¿Cómo puedo apreciar su presencia en el pecado de los hombres, en mi propio pecado?
Los otros me tienen que conducir a Dios. Pero no necesariamente desde sus virtudes. También desde su fragilidad.
Así lo hace Dios conmigo una y otra vez. Y a la vez yo quiero ser un camino al cielo para muchos. Comentaba el padre José Kentenich:
No retengo al que me ama con amor humano queriendo llegar a Dios. Cuido ese lazo invisible y fuerte que me lleva a lo alto.
No dejo de luchar para que sea real el amor de Dios en mi amor humano y frágil. Amo torpemente y aun así mi torpeza me lleva al cielo a mí y a los que me aman con una misma torpeza.
Pienso que Dios se aparece en mi vida con mucha frecuencia. Lo hace en ocasiones en medio de mis enojos y tristezas.
Cuando me siento turbado por lo que me pasa. Está Dios oculto, escondido, pero tan presente que no puedo dejar de alegrarme y soñar.
Dios está en mí. Incluso cuando mis heridas me llevan al pecado. Está aguardando a ver si levanto la cabeza y lo veo a mi lado.
Está oculto en la fragilidad humana de los que comen y beben a mi lado. Presente en su vulnerabilidad que me habla del cielo abierto sobre mi cabeza.
Ese Jesús humano y divino. Ese Jesús hecho de carne y de cielo. En mí está Él actuando.
No sólo cuando me porto bien y sigo sus deseos. También en mi pecado está actuando y abriendo la luz del sol que yo intento tapar con mi pecado.
Pero mi carne frágil es camino al cielo. Eso me da mucha paz. En mi debilidad se manifiesta con más fuerza su fortaleza y amor.