Durante años, Bolonia fue uno de los centros intelectuales y artísticos más destacados de la Europa moderna. Con su flamante universidad y la presencia de importantes personalidades del mundo de la ciencia, el arte y la cultura, esta ciudad perteneciente a los Estados Pontificios, vio nacer a mujeres de mente brillante y gran talento artístico a las que se les dio la oportunidad de desarrollar su genio.
Una de estas mujeres fue Elisabetta Sirani. Poco conocida a su muerte, en vida acumuló admiración y éxito artístico a partes iguales. Duques, condes, papas, reyes, todos tenían una pieza de arte de esta mujer que tuvo una carrera breve pero intensa.
Elisabetta Sirani había nacido en la ciudad de Bolonia el 8 de enero de 1638 en un mundo rodeado de arte. Su padre, Giovanni Andrea Sirani, era marchante, pintor y ayudante de Guido Reni, considerado uno de los artistas más reputado del momento. Elisabetta creció en una familia de cinco hermanos junto a pinceles, pinturas y lienzos. Su padre no dudó en enseñarle a ella y algunas de sus hermanas los rudimentos del arte. Pronto Elisabetta empezó a aprender de Reni y se convirtió en una habitual del taller de Giovanni donde demostró que su talento era un diamante en bruto.
Siendo aún una niña, Elisabetta pasaba más tiempo en el taller de su padre que en cualquier otro lugar. Así que solo era cuestión de tiempo que la primogénita de los Sirani siguiera los pasos de Giovanni. Antes de cumplir los veinte, se había convertido en pintora profesional y poco tiempo después sustituyó a su padre al frente del taller familiar. Anciano y enfermo de gota, Giovanni no tuvo ningún reparo en pasar el testigo a una hija que para entonces ya se había ganado el respeto de artistas y posibles clientes.
Su talento no tardó en traspasar las fronteras de la ciudad natal y Elisabetta Sirani se convirtió en una de las pintoras más reclamadas en toda Europa. No hubo corte, palacio o casa noble que no tuviera un lienzo suyo.
Una de las principales críticas no se centraba en la calidad de sus obras sino en la cantidad que fue capaz de producir en un periodo breve de tiempo. En menos de una década llegó a pintar hasta doscientas obras entre pinturas y dibujos. La calidad no estaba reñida con la velocidad de su técnica, algo que causó controversia entre aquellos que no creían que ella, una mujer, no solo tuviera tanto talento sino que además fuera tan eficiente. Elisabetta no tuvo inconveniente en hacer demostraciones públicas de su capacidad para pintar rápido y bien.
Además de pintar, Elisabetta quiso transmitir su arte a otros jóvenes artistas, sobre todo a mujeres que, como ella, no pudieron estudiar en las academias oficiales por su condición femenina. Su taller pronto se convirtió en una escuela para chicas que querían seguir sus pasos, entre ellas dos de sus hermanas, Bárbara y Anna María.
Elisabetta Sirani centró buena parte de su obra pictórica en temáticas mitológicas pero, sobre todo, religiosas. Los santos cobraron vida con su pincel y se colocaron en iglesias y capillas de toda Europa. Su San Jerónimo en el desierto, uno de sus primeros trabajos, mostraba ya ese espíritu piadoso que caracterizaría los tiempos de la Contrarreforma.
La Virgen con el Niño, la Anunciación o la Sagrada Familia fueron también temática principal de su producción artística, muchas de ellas piezas pequeñas destinadas a la devoción privada. Destacan las hermosas Virgen de la pera, La Virgen de la Rosa o la Virgen de la Pasión. También realizó intensas escenas de la historia sagrada como su Caín matando a Abel o Judith triunfante. Su Bautismo de Cristo fue una de las principales obras que pintó en gran formato.
La espléndida y activa vida de Elisabetta Sirani, como pintora y maestra, terminó de manera prematura. Con tan solo veintisiete años, su muerte conmocionó a su Bolonia natal y al mundo del arte en general. Fue tan abrupta su desaparición que se llegó incluso a pensar que había sido envenenada por su propia criada aunque la autopsia demostró que la pintora había fallecido a causa de varias úlceras en el estomago, provocadas muy probablemente por la alta intensidad de trabajo.
La ciudad de Bolonia despidió con honores a la que fuera una de sus mejores pintoras de todos los tiempos en un funeral público. Un catafalco representando un templete con su efigie se erigió en el centro de la basílica de San Domenico donde el pueblo se congregó para darle su último adiós y donde fue enterrada. Considerada una pintora a la altura de Guido Reni, quien fuera su gran maestro e inspirador, Elisabetta Sirani descansa junto al gran pintor boloñés.