La vida de la tierra, como la nuestra, está marcada por la sucesión de tiempos oportunos. El tiempo de la siembra, el tiempo de la espera, el tiempo de la cosecha.
La Cuaresma se puede comparar con el tiempo de la siembra, el tiempo en el que la semilla se siembra en la tierra.
En el frío de la tierra, en el silencio y en la soledad. En ella, la semilla comienza su camino hacia una nueva vida.
Así también en nuestra vida hay momentos en los que estamos llamados a permanecer solos, momentos en los que la tierra se cierra sobre nosotros y nos deja en la oscuridad.
Son tiempos en los que podemos sucumbir a la desesperación o abrirnos a la espera, alimentando las pocas esperanzas que nos quedan.
Siempre está la opción de quedarnos toda la vida bajo tierra sin dar fruto.
Por la impaciencia o la desesperanza hay semillas que se pierden, semillas que nunca cobrarán vida. Son semillas que no germinan porque no quieren ser transformadas por el tiempo.
El tiempo, la espera, la preparación; son momentos imperceptibles de transformación.
Quienes no se dejan transformar por la vida, como la semilla, son quienes viven en el caparazón de su egoísmo.
El amor es como la semilla que se siembra, el que se deja arrojar a la tierra, el que sabe aceptar el peso del terrón.
El amor auténtico se deja ir, se pierde, se deja transformar. Sabe que para dar vida debe dejarse transformar. En la flor, la semilla ya no se ve, pero está dentro de ella.
El verdadero amor sabe desaparecer, no reclama continuamente su visibilidad.
El verdadero amor conoce la irreversibilidad: la semilla que se ha dejado transformar ya no puede volver atrás. El amor de la semilla es para siempre o no lo es. La semilla da vida y ya no puede recuperarla.
Cristo es esa semilla que está completamente enterrada bajo tierra y, que sin guardarse nada, se entrega irreversiblemente.
Es la semilla que saber esperar, que se deja transformar para convertirse en semilla de salvación y de vida.
Así como la semilla sabe esperar. Hay momentos en la vida en que estamos llamados a brotar.
Jesús tuvo horas que constituyeron su elección de dar la vida. La suya no fue una elección repentina.
Es una elección preparada por su continua adhesión a la vida, por su constante morir para hacer germinar la vida.
Cuando nosotros decidamos brotar, que sea con la conciencia de que estamos listos, que desde las pequeñas muertes nos hayamos preparado para dar vida.
Mirando la meta hacia la que deseamos caminar, colaborando con Dios para elegir la vida en cada cosa que hacemos. Esa vida que un día se elevará por encima de esta tierra.