Reconocer lo miserable que hay en ti y a tu alrededor te permite acercarte más a la verdad, no te consueles con mentiras agradables que no logran calmar la sed¿Quién puede saber lo que mueve mi corazón? Sólo Dios sabe cómo soy en mi interior. Los hombres ven sólo mi rostro, mi oscuridad o mi luz, pero no me ven por dentro, no logran navegar en mi alma, no descubren quién soy en lo más profundo. Yo me quedo desnudo delante de Dios.
A menudo siento que vivo queriendo mostrar una imagen. Reflejar un ideal que sueño con alcanzar. Me disfrazo de sabio, de santo, de hombre grande, de persona audaz.
Pretendo tenerlo todo claro y oculto con pasión mi pecado, mi debilidad, mi herida. Es la habilidad a la que recurro muy a menudo.
Sé que soy así, débil. Sé que no puedo vivir lejos de la luz, lejos de la cruz que se eleva para darme vida. Como el sol que nace en el horizonte al amanecer.
El reto de ver lo difícil
Me gustaría tenerlo todo más claro, que todo estuviera más seguro. Pero no sé cómo me siento tan débil. No logro entender el sentido de lo que pasa.
Nicodemo tampoco entendía las palabras de Jesús, pero lo buscaba en la oscuridad de la noche porque quería conocer la verdad, quería ver la luz.
En ocasiones prefiero las mentiras dulces al paladar antes que las verdades amargas. Me consuelo con mentiras agradables que no logran calmar mi sed, dejando de lado esas verdades que pueden desgarrarme el corazón.
Alzar la mirada hacia el crucificado me lleva a mirar mi vida en su miseria, en su dolor.
No quiero ocultar de mi vista lo que me desagrada. Ni eludir las dificultades, las rocas que parecen bloquear mis pasos. No lo quiero. Comenta David McCullough J.:
“No subas a la montaña para que el mundo te vea, sino para que tú puedas ver el mundo”.
La luz que salva
No me acerco a la luz para que los hombres me vean, sino para poder yo ver mejor lo que me rodea y saber lo que tengo que elegir. Sólo Dios es mi verdad, el que le da sentido a lo que vivo.
Al final lo que me salva no es lo que los demás ven en mí, sino lo que yo veo con la luz de Dios. Comenta el padre José Kentenich:
“Esa es la verdadera santidad: estar abierto a Dios y a lo divino. Hoy se tiene un concepto totalmente diferente de grandeza y de riqueza. Se extiende la mano hacia la genialidad de la ciencia, la genialidad del arte, la genialidad de la técnica y de la industria. Seguro, también el santo puede ser un genio de ese tipo. Pero esa genialidad no lo hace santo. ¿Qué lo hace santo? ¿Qué lo hace rico? La apertura a Dios, (la capacidad) de ver a Dios a través de todas las cosas y de permanecer constantemente en contacto y en unión con Dios“.
Estar en contacto continuo con la luz es lo que me salva. Dejar que su luz penetre en la cueva de mi noche y deshaga con su fuerza todos mis miedos.
No quiero vivir amargado en medio de mi noche. Quiero su luz. Sólo así brillará mi santidad. Será una luz desde mi propio madero. Así lo fue Jesús crucificado y elevado en lo alto.
No daba luz la muerte, sino su vida oculta en la muerte. No salvaba estando muerto, sino habiendo abierto con su entrega la puerta de la vida.
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