Jesús subió un día con los suyos al monte Tabor. Eligió sólo a tres, sus más cercanos: Pedro, Juan y Santiago. Y con los tres quiso compartir este momento de gloria en lo alto del monte, en la cima.
Es duro subir un monte. Cuando uno cree llegar a la cima aparece un nuevo camino que continúa ascendiendo. Es imposible, siempre hay una cumbre más alta. Como si nunca se llegara al final.
Es dura la subida, siempre lo es. Se agota el aliento y faltan las fuerzas, el corazón se acelera.
Jesús escoge a tres para subir
Jesús hoy no quiere subir sin los suyos. No quiere vivir la experiencia de ese día sin compartirla con los que han visto su humanidad, su pobreza, su sed y su hambre.
Lo han visto vulnerable. Saben de sus dolores y pasiones, de sus luces y temores. Han dormido bajo las estrellas soñando un mañana diferente.
Y ahora les pide que vayan con Él a la cima de un monte. Algo normal, rutinario incluso, no tiene por qué ser un día especial. Y van ellos tres, los más cercanos.
¿Tendrán envidia los que permanecen en el valle? A mí me costaría renunciar a esos encuentros marcados por la intimidad con Jesús. Puede que otros discípulos lo sientan. No son los predilectos, los más cercanos.
Un día mágico
¿Es injusto que el amor no sea igual para todos? ¿Es injusto querer a una persona más que a otras y tratarla de forma diferente?
El amor es un don, nunca un derecho. Y la elección de los amigos es lo mismo, una gracia que Dios me da. Un regalo que se me entrega.
No quiero tener miedo a amar más a unos que a otros. Parece injusto, pero no lo es. El amor es siempre libre.
También ese amor que Jesús tuvo a los hombres. Nos amó a todos, y a algunos de forma especial los eligió para que fueran a su lado.
Y allí están ellos caminando por los caminos de la vida al lado de Jesús. ¡Qué privilegio! Y pueden compartir esa noche en el Tabor. Un día diferente, mágico.
Porque allí cambian muchas cosas, en solo una noche. Ese día suben a la montaña con sus miedos y sus problemas. Jesús les ha dicho que lo van a matar y ellos tienen miedo.
La noche es oscura y alberga horrores que el alma no puede soportar. Y con Jesús parece todo más fácil, pero pensar en perderlo para siempre es demasiado.
Ellos no pueden cargar con ese dolor, con esa tristeza honda. No sufren tanto pensando en su dolor, sino en el propio. Así es mi corazón tantas veces...
No pienso en el otro y en su dolor, sino que pienso en el mío. Pienso en mi angustia y en mis miedos, en mi pequeñez y en mi pecado, en la herida que sangra. Y en la espada que atraviesa mi corazón. No pienso en el dolor de los otros hombres.
Quiero ser más empático y compasivo. Acercarme al que sufre y tomarlo de la mano.
Una muestra del cielo
En efecto, Jesús quiere consolar a sus tres más íntimos. Y en ellos quiere consolar a todo el grupo y a mí mismo.
¿Qué me espera después de la muerte? Una vida plena, un nuevo comienzo. No es sólo el final.
Ese temor inconsciente a perder la vida no se justifica cuando algo más grande me espera. Jesús les abre los ojos y les muestra el cielo:
Les ha mostrado antes su humanidad. Es hombre como ellos. Sufre el frío y el calor, el hambre y la sed, y el sueño. Pero ahora les muestra su divinidad.
Ya les ha mostrado su poder. En los milagros se ve que es hijo de Dios, pero no basta, hace falta algo más. Y ese día en el Tabor ven algo más grande.
Jesús es Dios, es el Hijo amado de Dios y les deja ver la eternidad y el cielo a través de su carne humana. Ya no hay nada que temer como repito en el salmo:
Paz ante la muerte
Cuando Dios está conmigo todo es más fácil, nada temo. La vida me sonríe y es fácil llegar al cielo. Está más cerca de lo que pienso. Al contemplar la gloria de Dios pueden decir que ya se esfuman sus temores y exclaman:
Es lo que puede decir el que ha visto el cielo. Si ya sé lo que me espera al atravesar la puerta, ¿por qué sigo teniendo miedo?
Es algo irracional que hay en mi piel que se resiste a la muerte. Me resisto a morir, a dejar esta vida llena de sinsabores.
Aun cuando he visto el cielo en el corazón de Jesús y sé que mi vida está destinada a ser más grande, más plena, más libre. Una vida sin temores ni angustias.
Y yo me resisto con uñas y dientes a dejar que mueran mis días.
Los discípulos en el Tabor pierden el temor a la muerte. Ya todo parece tener un sentido interno que ellos aún desconocen.
Pero intuyen que algo nuevo ha comenzado. El temor desaparece y la paz llega a sus vidas. Es lo que yo quiero.