Un viaje espiritual del hinduismo al catolicismo que permitió que Dios viviera
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Hay itinerarios espirituales progresivos que son como suaves caminos con pequeños altibajos y algunas piedras que sortear. Otros en cambio, incluyen grandes caídas y peligros, saltos, equivocaciones y sorpresas. El mío ha sido de estos segundos.
Cuando era pequeña las monjas de mi colegio me enseñaron lo básico del cristianismo. Recibí mi Primera Comunión, pero Cristo no permaneció vivo en mi interior.
Y es que al crecer sólo quedó un nebuloso recuerdo tapado por las preocupaciones por sacar adelante a mi familia.
Hasta que llegué a una situación de estrés extremo que mi cuerpo no pudo resistir. Recibí tratamiento médico pero mi corazón necesitaba algo más que pastillas.
Entonces un guía espiritual me ofreció una propuesta sincretista que recogía mucho del hinduismo y un poco de varias religiones. Me metí de lleno. Pude dejar las medicinas y me sentía reconocida dentro del grupo.
Pero volvieron las preguntas. Hasta que un día…
Del vacío a la luz
De repente estaba allí, conduciendo, sintiéndome como si esta tierra no fuera mi lugar, preguntándome: ¿qué hago yo aquí, si este mundo no me gusta, si no me gusta la gente, si ni siquiera me gusto yo?
Creo que ese silencio, de todo, fue el tocar fondo desde el cual la voz de Dios se apropió de mi corazón.
Aquellas dudas no me dejaban vivir: yo era Dios y todas las religiones eran lo mismo, ¿cómo podía ser eso?
Las explicaciones del gurú no me convencían. Afirmar que yo era Dios me parecía soberbia. Y del cristianismo de la escuela recordaba un Jesús humilde. ¿Cómo la humildad y la soberbia pueden ser distintos caminos que conducen a la misma meta?
No me parecía coherente.
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La respuesta en la Biblia
Ante mi insistencia, mi guía me dijo que leyera la Biblia y me daría cuenta de que él tenía razón, pero sobre todo me recalcó que leyera el Evangelio de san Juan.
Me sentía bien en el hinduismo y aquellas eran buenas personas, así que me decidí a hojear la Biblia buscando la respuesta que yo esperaba (que todas las religiones eran lo mismo) y así podría seguir en el hinduismo con la conciencia tranquila.
Pero no encontraba lo que yo esperaba. Sin embargo, cuando me decidí a leer sin ideas preconcebidas y sin esperar nada, con la curiosidad y la inocencia de un niño, sucedió que encontré el tesoro.
Una irradiación de amor
Repentinamente desde mi interior, brotó un amor increíble, no humano, que me llenó por dentro y se irradió hacia fuera de mí.
Fue como si yo fuera una bombilla que se encendió en un momento, que se llenó de luz y esta luz se irradió hacia fuera.
Era impresionante, y entendí en un segundo que era el amor de Dios por mí. Supe que era Dios, creí y le amé en un instante.
Sentía una gran necesidad de compartir aquello que me estaba sucediendo, quería gritarlo y compartir aquel amor que no era mío. Amar con el amor de Dios en mí.
Esta experiencia duró tres días y cambió mi vida radicalmente. Nací de nuevo y volví a la vida como el hijo pródigo.
Dios está en mí, ¿pero cómo?
Poco a poco, el Espíritu Santo me ha dado algunas pistas sobre lo que ocurrió aquel día.
Después de aquello, me resultaba difícil entender que Jesús está en todos los hombres, porque no lograba verle en mi vida pasada, vida de pecado.
Pero un día lo entendí: Jesús sí que estuvo en mí, pero mi pecado lo tenía crucificado y enterrado en mi corazón de piedra que le hacía de sepulcro.
Y, aquel día, en aquella experiencia, Cristo resucitó en mí, y resucitando Él en mí yo empecé a resucitar en Él. Fue increíble para mí sentirlo así. Era precioso.
Entendiendo…
Escuchaba, pasado un tiempo, videos sobre la Sábana Santa. Me encantaban y me introducían en un ambiente de espiritualidad y cercanía de Dios profunda. Entonces todavía no sabía por qué.
Un día escuchando en uno de ellos que la imagen de Cristo quedó impresa en el lienzo por irradiación, lo vi: eso fue lo que sucedió aquel día que me enamoré de Cristo de tal forma que ocupó en mi corazón el trono de Rey que le correspondía.
Fue lo que sucedió en aquella irradiación de amor que se desbordó en mí y desde mí, en aquel resucitar de Jesús en mi corazón.
Que su imagen quedó impresa en mi alma para siempre por irradiación tal cual había quedado en la Sábana Santa en aquel sepulcro de Jerusalén.
Este era el tesoro del que habla la Biblia. Y el campo, mi corazón. Y no cambio esto por nada de este mundo.
Morir para resucitar
Y ahora entiendo cuando san Pablo dice que sólo puede gloriarse de su pecado. Y es que en este campo hay sembrada una semilla divina, que es Jesús, que tiene que morir para crecer en nosotros y dar fruto a través de nosotros.
Muere con nuestro pecado para que brote la vida de su interior, en nuestro interior.
Me parecía que nada podía superar aquel entendimiento que el Espíritu Santo infundía en mí; nada más lejos de la verdad.
Dios no tiene límites y, si nos abrimos a Él, no deja de sorprendernos y enamorarnos más y más con sus revelaciones.
Una misa toda mi vida
Un día estaba escuchando un podcast sobre el Antiguo Testamento. Decían que nuestro corazón es un altar y que en él depositamos nuestras obras y sacrificios diarios.
Que en misa estas pequeñas ofrendas se unen al sacrificio eterno de la cruz de Cristo y que, aunque este sacrificio es único, en cada actualización de cada misa se hace presente, ya no sólo en Cristo, sino con todos nosotros, con la Iglesia, su esposa.
Me encantó esta explicación y estaba contemplándola cuando el Espíritu Santo me hizo un regalo de entendimiento sobre mi experiencia de conversión que superaba todo lo que me había revelado hasta ese momento.
Recordé aquel día: yo leyendo el Nuevo Testamento, Jesús crucificado por mis pecados durante tantos años en el altar de mi corazón, su resurrección del sepulcro de piedra donde le tenía enterrado en mi interior,…
Y de pronto me di cuenta: Cristo, sacerdote eterno, había celebrado una misa, en el altar de mi corazón, durante toda mi vida.
Ahí estaba yo, conduciendo, sintiéndome forastera en este mundo. Y es que lo soy. Porque mi mundo es un campo y mi tesoro es su Rey.