Las imágenes de la Basílica de San Pedro vacía y sin fieles. El relato de la Pasión de Cristo en medio del confinamiento por el Coronavirus y la pregunta abierta: ¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? Postrado en signo de humildad, con todo el cuerpo en el suelo y las manos en el rostro para orar, el papa Francisco inició la ceremonia de la Pasión de Cristo del Viernes Santo, 10 de abril de 2020, al interno de la basílica de San Pedro, semi desierta y sin fieles presentes para evitar nuevos contagios por la pandemia de coronavirus.
Una tela roja tapaba el Crucifijo de San Marcelo, hecho de madera venerado tras salir intacto de un incendio en 1519 y que fue traído de la Iglesia ubicada en vía del Corso hasta San Pedro, considerado milagroso por salvar a Roma de la epidemia del 1600.
En un silencio ensordecedor, Francisco presidió el rito rezando, ataviado con paramentos rojos, en recuerdo de la Pasión, así permaneció dos minutos tumbado sobre una alfombra situada bajo los escalones del presbiterio, a metros del altar mayor bajo el cual se considera es donde están los restos del apóstol San Pedro que se hizo crucificar boca abajo.
La ceremonia fue transmitida por televisión, radio e internet. En vivo, las imágenes del Papa que se levantó del suelo con dificultad, como sí llevará encima el peso de la humanidad que sufre por el confinamiento, el dolor de los enfermos y las muertes por el Covid-19 que aumentan, y parecía que sus zapatos ortopédicos gastados pesaran más de lo normal por una humanidad que tambalea de miedo e incertidumbre.
La Basílica Vaticana estaba sumergida en un aparente aire rarefacto, funerario y de pía espera de tiempos mejores, mientras el nuevo coronavirus ha infectado a más de 1,6 millones de pacientes en el mundo, la mayoría en Estados Unidos, muchos en New York, donde el 36% son de origen latinoamericano. España, con más de 157.000 casos, es el segundo país con más contagiados, seguido de Italia (más de 143.000).
El templo apareció iluminado con la luz tenue de la primavera romana que asoma, en medio de un clima de recogimiento. Todas las candelas fueron apagadas, las mesas del servicio estaban sin manteles. Los pocos presentes guardaban distancia entre ellos para evitar contagios por el virus que sofoca a sus víctimas.
Es una Semana Santa atípica de sentido aún por revelar completamente con las iglesias sin fieles y los ritos realizados a puertas cerradas, los templos del mundo apagan sus luces y no celebran la misa, pero tampoco hay procesiones. La pandemia ha puesto a prueba la religiosidad popular que ahora se expresa delante a las pantallas.
La potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos
Este Viernes Santo es el día de la Celebración de la Pasión de Cristo y de su muerte en la cruz. Por eso, se leyó la Pasión según San Juan y, sucesivamente, el predicador de la Casa Pontificia, el franciscano capuchino Raniero Cantalamessa, pronunció la homilía. “La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia”.
“Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir ‘del exilio de la conciencia'[3]. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. ‘El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen’ (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!”, recordó el predicador de la Casa Pontificia.
¡Dios es aliado nuestro, no del virus!
“No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! ‘Tengo proyectos de paz, no de aflicción’, nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? ¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios “sufre”, como cada padre y cada madre”, dijo Cantalamessa.
“Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. «Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien»”, añadió.
El virus no conoce fronteras
“El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la «recesión» que más debemos temer”.
El predicador de la Casa Pontificia instó a cambiar rumbo: “Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad”.
Mientras hoy, los fieles guardan ayuno y abstinencia para unirse a los sufrimientos de Cristo, muchos otros sin techo lo hacen por rígida y miserable necesidad, con nada de mercado en sus neveras, o mejor sin nada, son los únicos en las calles de las principales ciudades occidentales, entre ellas Roma.
Una vida más fraterna, más humana. Más cristiana!
En la homilía, al predicador franciscano capuchino se le quebró la voz para invitar a “gritar a Dios”. “Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38)”.
Delante al Papa en silencio, el Predicador recordó la promesa de Jesús: “Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna”. “Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. Más cristiana!”, concluyó.
La adoración de la Santa Cruz
Al final de la ceremonia se le quitó la tela roja al Crucifijo de San Marcelo, como significado de que Jesús está en la Cruz para salvar la humanidad de sus pecados. Luego tuvo lugar la adoración de la Santa Cruz, el Papa vestido solo con una túnica blanca con un cordón amarrado a la cintura, besó a la Cruz. El gesto lo hizo sólo él debido a la emergencia sanitaria en curso y para dar ejemplo a los fieles, pues hoy solo el celebrante puede hacerlo.
Vía Crucis en Plaza de San Pedro
Por primera vez desde 1964, el Vía Crucis de hoy no se realizará en el Coliseo de Roma, más tarde el Papa presidirá este rito en el Sagrado de la vacía Basílica de San Pedro. El acto comenzará a las 21.00 locales.
En el quinto día de la Semana Santa la Iglesia católica recuerda la crucifixión y muerte de Jesucristo, quien se sacrificó para salvar del pecado a la humanidad y darle la vida eterna.