En situaciones como las que vivimos en la actualidad, con una pandemia mundial poniendo en jaque todos los sistemas sanitarios, es más importante que nunca recordar a figuras como la de Florence Nightingale, cuyo papel fue crucial en la profesionalización de la enfermería
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Crimea, 1854. Miles de soldados luchaban en aquel recóndito lugar del mundo. Inglaterra y Francia se habían aliado al Imperio Otomano para frenar las aspiraciones expansionistas del Imperio Ruso. Los hombres que caían heridos en el campo de batalla se enfrentaban a una muerte segura a causa de las deficientes instalaciones médicas y la malnutrición.
El tifus, la disentería o el cólera eran los aliados de salas insalubres repletas de chinches y ratas, un cóctel perfecto para cebarse con las vidas de aquellos pobres soldados. El ejército británico se sentía impotente. Hasta que un hombre, Sidney Herbert, se acordó de una joven inglesa a la que había conocido en tiempos mejores en la hermosa Roma.
Cuando Florence Nightingale recibió la llamada de ayuda del señor Herbert tenía treinta y cuatro años y una larga vida a sus espaldas de lucha por alcanzar su sueño, convertirse en enfermera.
Había nacido en 1820, en una familia respetable y para ella y su hermana se esperaba un futuro digno de la Inglaterra victoriana, casarse y tener hijos.
Pero desde bien pequeña, Florence sintió en su interior la necesidad de hacer algo más en la vida. Cuando tenía dieciséis años, recibió un mensaje divino: “Dios me hablo y me llamó a su servicio”. No sería la única vez que sentiría la llamada de Dios pero aún estaba perdida, sin saber exactamente a qué dedicar su vida.
Poco a poco, Florence Nightingale descubrió su verdadera vocación, cuidar de los demás, sobre todo de los más necesitados. Cuando la joven planteó a su elegante familia que lo que quería no era convertirse en esposa y madre sino que había decidido trabajar como enfermera en un hospital, se quedaron consternados. Pero Florence había tomado una determinación. Rechazó una oferta de matrimonio y asumió su propio reto.
En aquella época, los hospitales eran lugares inhóspitos, sucios, en los que las mujeres que trabajaban eran consideradas de muy baja condición social. Pero Florence veía más allá, se dio cuenta de que las cosas podían mejorar y no se rindió.
Durante años, estudió y buscó la manera de aprender más y más sobre los rudimentos de la enfermería y sobre la situación de los hospitales británicos. Recopiló datos que, con sus conocimientos de matemáticas y estadística, tabuló y ordenó.
En 1844, los Nightingale recibieron la visita de un ilustre doctor estadounidense, Samuel Gridley Howe y su esposa, la abolicionista y feminista Julia Ward Howe. Entusiasmada con aquellos invitados, Florence aprovechó la ocasión para preguntarle al señor Howe sobre la idoneidad de dedicarse a la enfermería, a lo que él le contestó: “Escoja su camino, sea donde sea hacia donde le lleve, y Dios estará con usted”.
Tres años después, en un viaje a Italia, Florence conoció al señor Herbert y su esposa, una pareja devota cristiana que se encontraba volcada en obras de caridad. Sidney Herbert, que por aquel entonces era un reconocido político inglés, quedó prendado de la inteligencia y la voluntad de la joven Florence.
Cuando en 1854, Herbert se encontraba al frente de la Secretaría de Guerra del Imperio Británico, enfrentándose al duro conflicto que tenía lugar en Crimea, se acordó de Florence y vio un rayo de esperanza.
En Crimea, había muchos más soldados que morían a causa de las infecciones provocadas por la insalubridad de las instalaciones que por las propias heridas de guerra. La situación era desesperada, por lo que Herbert no dudó en plantear a Florence una arriesgada empresa, viajar hasta Scutari, donde se encontraba el cuartel general del ejército británico, y ayudar en la mejora de las condiciones sanitarias de los enfermos y heridos.
Herbert le ofreció total autoridad. Ella sería la encargada de elegir a su equipo y tomar las decisiones necesarias. Sin dudarlo, Florence vio que había llegado la oportunidad de su vida, la misión para la cual Dios la había llamado años atrás. Reclutó a un grupo de mujeres y se puso rumbo al este. A principios de noviembre de 1854, Florence Nightingale, catorce enfermeras laicas y veinticuatro enfermeras religiosas, católicas y protestantes, llegaron al campamento de Scutari.
A pesar del rechazo inicial, los médicos y las autoridades militares tuvieron que rendirse a la evidencia y aceptaron la ayuda de aquellas mujeres que se pusieron manos a la obra y trabajaron sin descanso durante jornadas extenuantes.
Florence Nightingale y su equipo se centraron en cuidar de los enfermos y heridos pero también dedicaron grandes esfuerzos en mejorar las condiciones sanitarias de las instalaciones. Compraron comida, ropa y utensilios de limpieza, mejoraron la ventilación de las estancias y se pusieron a desinfectar las salas y las camas para ganar la batalla a las enfermedades infecciones que se cebaban con los soldados.
Florence Nightingale dirigía a su equipo, controlaba todas las operaciones y apuntaba todos los cambios que realizaban. Escribió, anotó y revisó todos los datos necesarios para realizar exhaustivos informes sobre los hospitales de guerra.
Trabajadora incansable, por la noche, antes de dormir e intentar descansar un poco, se paseaba por las salas velando a los enfermos a los que daba consuelo con su presencia. Pronto sería recordada cariñosamente como “La dama de la lámpara”.
Las condiciones de los soldados mejoraron considerablemente y su presencia en Crimea marcaría un antes y un después en la medicina de guerra. Florence Nightingale regresó a Inglaterra convertida en una heroína pero se alejó de los homenajes y continuó trabajando para analizar las condiciones sanitarias de los hospitales militares y hacer extensivas sus conclusiones a los hospitales civiles.
La labor de Florence Nightingale no solo situó a la enfermería en un estadio profesional sino que demostró que la higiene y la mejora de las condiciones hospitalarias eran clave, sobre todo en situaciones de guerra, epidemias o pandemias.
Considerada la madre de la enfermería moderna, Florence Nightingale solamente dejó de trabajar cuando, a sus más de ochenta años quedó ciega y su salud se fue deteriorando hasta que falleció en su lecho en el verano de 1910.