Dios ya ha vencido en mí al crearme, al hacerme como soy, al amarme, yo sólo tengo que ser fiel a mí mismo, todo lo demás es vanidad
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Me preocupo por lo que tengo por delante. Me agobio por lo que acaba de pasar. Me afano tanto por tantas cosas. Escucho: “¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!”.
Me inquieto al mirar los desafíos de la vida. Todo es vanidad. Mi vida es vanidad. Vanidad del que piensa que va a sacar él solo todo adelante sin pensar demasiado. Contando con sus propias fuerzas. La vanidad del que cree que todo es posible.
Vanidad de pensar que lo único importante es lo que produzco, lo que hago, lo que logro. Vanidad de una vida expuesta en el escaparate de la vida. Buscando elogios y halagos. Buscando el reconocimiento del mundo.
¿Dónde se encuentra escondido mi valor? Pienso que en el corazón de los que me miran y reconocen. En el eco de las palabras que aprueban cuánto valgo. Todo es vanidad.
El corazón inquieto y preocupado por lo que los demás piensan y dicen. Como si la vida estuviera en mis manos y dependiera todo de mi entrega y capacidades.
Me afano y agobio. Mi angustia me hace pensar que mi valor está en juego continuamente. Depende todo de mi éxito o de mi fracaso. De que haga las cosas bien o mal. De que esté a la altura o no llegue a lo que los demás exigen y piden.
Mi valor último. El valor escondido de mi vida. Pienso en una vida lograda y exitosa. ¿Es mi vida así? Comenta el padre José Kentenich:
“¿Cómo llegamos a conocernos a nosotros mismos? ¿Cuándo logramos una sana autovaloración de nosotros mismos? ¿Cuándo toma el niño conciencia de que es alguien? Cuando se compara con otro. Su autoconciencia es refleja: se da al conocer a otras personas. Al conocer a otras personas se sabe distinto. El conocimiento de sí mismo es reflejo, no directo. La persona, además, se valora a sí misma sólo cuando otra persona la ama y valora; no primariamente cuando se mira a sí misma, hacia adentro, sino cuando otra persona le dice que la aprecia”.
¿Mi valor depende de que todos me digan que valgo? Miro mi corazón herido. En él abundan los rechazos y las aceptaciones.
Cuando me siento querido en lo más profundo dejan de importarme las opiniones de las personas que no me quieren tanto, los que no me importan.
En ese momento sé que tengo una sana autoestima. Entonces dejo de agobiarme y pensar que si fracaso toda mi vida deja de tener sentido. De verdad descanso en Dios.
Lo tengo claro, ya he vencido. Dios ya ha vencido en mí al crearme. Al hacerme como soy. Al amarme. Yo sólo tengo que ser fiel a mí mismo, fiel a la verdad que ha escondido en mi alma para que dé fruto. Todo lo demás, es cierto, es vanidad. Todos mis miedos y cobardías. Todos mis desvelos y preocupaciones. Todas esas angustias que me turban.
Dios ya me ha salvado. Como dice san Agustín: “Por la espalda me salvó”. Casi sin yo quererlo ha venido a mi vida para hacerla suya. Y no quiere que me angustie por cosas poco importantes. Sólo desea que sea feliz amando y dándome.
Pienso en tantas cosas que son vanidad en mi vida. Me inquietan, me quitan la paz. ¿Para qué sirve mi angustia? ¿Qué sentido tiene preocuparme por todo?
De nada valen mi temor ni mis miedos. Pongo en manos de Dios toda mi vida como es. Tengo paz en el alma. Mis autoexigencias y mis rigideces poco me importan ya.
Dios me ha dado un corazón maravilloso. Y lo ama como es. Mi corazón se alegra al saberse amado. Dejo de lado todos mis afanes y confío en Él. Mi vida en las manos de Dios.
La vanidad me hace pensar que cuando hablen bien de mí, me elogien y admiren por todo lo que hago, seré más, valdré más. Pero es mentira.
Los frutos que voy dejando a mi paso no necesariamente tienen que ver con hacer bien muchas cosas. Mi forma de ser, de amar, de mirar va dejando frutos a mi paso casi sin pretenderlo. Esos frutos son los que Dios hace fecundos a mi paso.
Yo sólo me pongo en sus manos. Pierdo el miedo al fracaso. No temo perder. Dios sabrá cómo lo va a hacer en mí para que sea feliz.
Él se va a encargar de que mi vida sea plena. Yo sólo no puedo caminar. Soy débil. Sólo cuando me siento necesitado, vulnerable, herido, roto, sólo entonces Dios puede sostenerme por encima de mis vanidades y preocupaciones.