La importancia de los abuelos en la vida no se puede subestimar. Se puede ver claramente en la vida de Svetlana Alliluyeva.
Desde la infancia, fue Svetlana Stalina, la única hija del dictador soviético Josef Stalin. Más tarde, tomó el nombre de su madre, y más tarde aún, mientras vivía en los Estados Unidos y al casarse con un estadounidense, se convirtió en Lana Peters.
Nacida en 1926, creció en una atmósfera donde nunca se hablaba de Dios. Su padre gobernó sobre un Partido Comunista y un gobierno que hicieron todo lo posible para minimizar el papel de la religión en la vida de las personas, o que lo usaron para avanzar en la ideología comunista.
A la larga, sin embargo, ese poder temporal no fue más fuerte que el ejemplo de la madre georgiana de Stalin, la abuela paterna de Svetlana.
"Los primeros 36 años que he vivido en el estado ateo de Rusia no han sido una vida del todo sin Dios. Sin embargo, habíamos sido educados por padres ateos, por una escuela secularizada, por toda nuestra sociedad profundamente materialista. No se hablaba de Dios", escribió Alliluyeva en su autobiografía Veinte cartas a un amigo.
"Mi abuela paterna, Ekaterina Djugashvili, era una campesina casi analfabeta, que quedó viuda muy joven, pero que fomentaba la confianza en Dios y en la Iglesia. Muy piadosa y trabajadora, soñaba con convertir a su hijo superviviente, mi padre, en sacerdote".
Ese sueño nunca se materializó, por supuesto.
La madre de la madre de Svetlana, Olga Allilouieva, también jugó un papel, escribió Svetlana. Ella "nos hablaba alegremente de Dios: de ella hemos escuchado por primera vez palabras como alma y Dios", afirmaba. "Para ella, Dios y el alma eran los fundamentos de la vida".
"Doy gracias a Dios porque ha permitido que mis queridas abuelas nos transmitan las semillas de la fe; aunque se conformaban con el nuevo orden de cosas, mantuvieron su fe en Dios y en Cristo profundamente en sus corazones", concluyó.
Esas semillas fueron alimentadas por la experiencia de la vida y regadas por las lágrimas. Alliluyeva recordó cuando, por primera vez en su vida, oró a Dios para pedir una curación. Fue en nombre de su hijo de 18 años, que estaba muy enfermo. "No conocía ninguna oración, ni siquiera el Padrenuestro", escribió. "Dios me escuchó. Después de la curación, un intenso sentimiento de la presencia de Dios me invadió".
Con el tiempo, conoció a un sacerdote ortodoxo, el p. Nicolás Goloubtzov, quien, escribió, bautizaba secretamente a adultos que habían vivido sin fe. "Necesitaba que me instruyeran sobre los dogmas fundamentales del cristianismo", dijo. Fue bautizada en la Iglesia Ortodoxa Rusa el 20 de mayo de 1962.
Cinco años después, después de exiliarse de la Unión Soviética y vivir en Suiza, se encontró por primera vez con católicos. Al mudarse a los Estados Unidos, se encontró con una abrumadora diversidad de tradiciones religiosas.
"Necesitaba descubrir lo que era correcto en la multiplicidad de confesiones y perdí la noción de quien era yo y de lo que creía. Miré a la Ortodoxia para solucionar de mi búsqueda personal", dijo. “Las respuestas a mis preguntas parecían demasiado abstractas. A pesar de la amistad que tuve con intelectuales ortodoxos, ... mi sed espiritual seguía insatisfecha".
Un día recibió una carta de un sacerdote católico en Pennsylvania, un tal padre Garbolino, quien la invitó a peregrinar a Fátima, con motivo del 50 aniversario de las apariciones allí. Ella no pudo ir, pero mantuvo una correspondencia de casi 20 años con el padre Garbolino. En 1976 se hizo amiga de un matrimonio católico en California y vivió con ellos durante dos años. "Su discreta piedad y su solicitud para mí y mi hija me conmovieron profundamente", escribió.
En 1982, ella y su hija se mudaron a Cambridge, Inglaterra. "Mis contactos con los católicos siempre fueron naturales, tranquilos y alentadores", recordó. "Leer libros notables como Raissa Maritain [la esposa de Jacques Maritain, nacida en Rusia y convertida al catolicismo] me ayudó a acercarme cada vez más a la Iglesia católica".
Terminó ingresando a la Iglesia Católica y se bautizó durante una misa diaria. "Antes, no me sentía dispuesta a perdonar y arrepentirme, y nunca pude amar a mis enemigos", escribió.
“Pero me siento muy diferente de antes, ya que asisto a misa todos los días. La Eucaristía se ha hecho viva y necesaria para mí. El sacramento de la reconciliación con Dios a quien ofendemos, abandonamos y traicionamos todos los días, el sentimiento de culpa y tristeza que luego nos invade: todo esto hace que sea necesario recibirlo con frecuencia".