Un indicio de mi patología, se presentó cuando conocí a alguien por quien por primera vez sentí el deseo de ser enteramente sincero y jugar limpio, y no fui capaz de hacerlo
Bien sabía que mi conducta no dejaba de ser una anomalía que chocaba contra la moral o lo socialmente correcto, por lo que actuaba “encubierto”, sin reconocer que la verdadera anomalía se daba en mi interior.
Me enfocaba en seducir a mujeres con quienes sopesaba que podía lograrlo a través de lo sentimental, lo solo pasional e incluso mercantilista. Lo hacía pretendiendo exonerar mi conciencia con razonamientos, en los que consideraba, que aquellas mujeres eran tan adultas y tan libres como yo, y por lo tanto no había engaño.
Claro había engaño… mentía al prójimo y me mentía a mí mismo.
Llegue a encontrarme instalado en varias relaciones, como quien dispone de un menú, envuelto en un protagonismo, en el que, según yo, me dividía y troceaba para repartir algo de mí a cada una de mis amantes. Claro que me encontraba lejos de estar entero de verdad en ninguno de esas partes, y por consiguiente en ninguna de mis relaciones sexuales. Era un territorio en el que la intimidad no era igual a compromiso, aun cuando estaba dispuesto a hacerlo creer.
Me había convertido en un actor muy hábil para representar un personaje; cuya naturalidad, sencillez, buenos sentimientos, y simpatía, desarrollaban fácilmente una confianza en la que, reservando mis verdaderas intenciones, ofrecía cierto sucedáneo de intimidad que abría la posibilidad al trato sexual. Era un maligno talento.
Pensaba que podía vivir intensamente ese personaje y conservar mi lucidez… mas no fue así.
Termine con problemas de personalidad que me empobrecieron radicalmente, cuando entre engañador y engañado nos encontramos cosificados, sustituyendo el don y acogida radical que solo se puede dar entre personas por el amor, por el reino del uso de la sexualidad.
Tal era mi caso.
Un indicio de mi patología, se presentó cuando conocí a alguien por quien por primera sentí el deseo de ser enteramente sincero y jugar limpio, solo que estúpidamente considere que perdería libertad si me implicaba en una relación que exigía una entrega plena y total, opuesta a la repartición que hacía hasta entonces de mi yo falsificado. Lo que hice fue evadir una autentica relación, sintiendo por primera vez en una real y extraña soledad.
Intentando recuperar mi “funcionalidad”, regrese a la superficialidad de mis relaciones volviendo a buscar una utilidad condicionada a satisfacerme, sin importarme que estuviera sujeta a altibajos y corta duración de tiempo. Lo que según yo no afectaba, pues pensaba que además la intimidad sexual, obtenía de cada aventura una complacencia en relación a un particular físico, carácter, personalidad, etc. que podría volver a recuperar en la siguiente conquista.
Lo que me importaba eran las cosas de la persona, no la persona misma.
Y fue así, instalado en ese gran error, como llegue a mi matrimonio cuyo penoso final, no se dio porque a pesar de varias infidelidades por las que mi esposa decididamente me había abandonado, tras pedirlo reiteradamente, afortunadamente me dieron la oportunidad del perdón. Un perdón condicionado a pedir ayuda especializada, lo cual acepté.
Comencé así una difícil conversión en la que merecidamente siempre habrá en mi memoria la consciencia de haber hecho mucho daño. Lo viví cuando en la boda de mi primera hija, al brindar todos por la felicidad de los novios, me sentí muy avergonzado en mi interior, pues había aprendido mucho sobre tres verdades en las que se funda el amor entre esposos y abre las posibilidades a la familia, mismas contra las que atente gravemente con mi conducta.
Tales son:
- En el hombre, se puede ciertamente distinguir lo corpóreo y lo espiritual; pero, en cambio, no se pueden separar sin grave daño para el cuerpo y para el espíritu, ya que al actuar desconociendo esta unidad, la persona se “cosifica” y pierde todo su valor.
- Por lo tanto, la persona humana es a la vez un cuerpo espiritual y un espíritu encarnado en la mayor expresión de su dignidad.
- Esta dignidad hace posible que, en la intimidad entre esposos, comparezca toda la persona incondicionalmente como don entero y sincero de sí misma en un amor pleno y total.
- Un amor pleno y total, por lo tanto, sólidamente complementario, abierto a la procreación y educación de los hijos, en que se sustenta la renovación y posibilidades de toda la sociedad.
Es por ello que la infidelidad y la promiscuidad buscan siempre la penumbra, pues sus protagonistas tratan de conservar las posibilidades de una doble vida, ya que a querer y no, saben que en una de ellas espera la muerte afectiva y el sin sentido de sus vidas.
Es así porque el egoísmo sexual mata la capacidad del amor verdadero y la aceptación personal.
Bien lo entendí cuando después de algunos años, por casualidad me cruce en el camino con una de mis antiguas amantes… fingimos no reconocernos y evadimos la mirada, como quien siente rencor o la más grande e íntima decepción o vergüenza.
Testimonio anónimo cedido a Despacho Pro familia, con el objetivo de ayudar a otras personas.
Redactado por Orfa Astorga de L.
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