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¿Amando a duras penas? Mira esta técnica infalible para ensanchar corazones

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/03/19
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Para poder acoger plenamente al tú debo disponerme interiormente para un amor que soporta y sobrelleva

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El amor inmaduro, primitivo y egoísta está muy presente en mi corazón. Pienso en mí. Actúo de acuerdo con lo que deseo. Quiero poseer, retener, decidir.

¿Es el amor que he recibido el que me ha hecho amar así? Ya no lo sé. Puede que sí. O puede que esté en mí desde el comienzo ese deseo egoísta de poseer lo que deseo.

Un amor herido, un amor enfermo, un amor infantil, de niño egoísta y malcriado. Un amor que lo espera todo de todos, pero sólo da a cuentagotas.

Un amor que sueña con la eternidad mientras teje días fugaces. Un amor esquivo y superficial. Un amor que olvida y teme hacerse responsable.

Un amor que se justifica y critica al que no ama bien. Un amor que se apasiona y huye al mismo tiempo.

Mi amor es de extremos. De declaraciones valientes y actos cobardes. De abrazos que hablan de un sí para siempre, y saludos torpes para cambiar de rumbo. Un amor que lleva cuentas del mal que recibe. Y del bien que ha hecho.

Quisiera aprender a amar con un amor distinto. Quizás tendría que volver a nacer de nuevo. Me parece imposible.

En mi carne ya arrugada veo las estrías del desgaste. Las canas del tiempo invertido. Y el hueco profundo de un vacío que sueña ser colmado.

Mi amor de hombre herido clama a Dios por un amor más grande. Y le suplica exánime que sea Él quien en mí ame. De otra forma no lo veo posible.

Espero el don de una gracia que ensanche mi corazón y lo haga blando, tierno, misericordioso. Lo veo tan endurecido por los caminos empolvados…

Sueño con el amor que no tengo mientras sigo amando a duras penas rostros que pasan. Queriendo anclarme en las almas. Queriendo servir la vida. Y queriendo dejar de lado mi amor propio. No lo consigo.

Me gusta el amor del que me habla el padre José Kentenich: Para poder acoger plenamente al tú debo disponerme interiormente para un amor que soporta y sobrelleva. El tú también debe soportarme. Es el amor que apoya en momentos difíciles, que es solidario, capaz de perdonar, de tomar iniciativas de amor”[1].

Un amor así es un don que no puedo dejar de suplicar cada mañana cuando contemplo atónito los pasos dados en falso, habiendo herido a otros.

Vivo un amor infantil contra el que lucho. No quiero amar así, quiero amar con un amor sacrificado. Quiero aprender a renunciar para que el otro sea más. Más pleno. Más libre.

Sueño con un amor acrisolado en las pruebas a las que me somete la vida. Un amor capaz de poner siempre al tú antes que al propio yo egoísta. Renunciando a mis deseos. Aceptando los límites.

Dios me ha regalado la vocación de amar para la eternidad, sin pausa, sin miedo. Aspiro a vivir un amor que sueña con ser eterno y se desgasta en días de invierno. Un amor que quiere crecer en la entrega diaria, en el sacrificio, en la renuncia, sin quejas, sin condenas.

Quiero aprender a amar desde la cruz de Cristo, donde crece el amor que yo entrego. Sólo cuando pongo al tú por delante de mis intereses particulares y mis egoísmos logro que el amor se haga más grande.

Cuando me preocupo por el otro y sus necesidades, abriendo mi mirada. Sólo así el amor se convierte en un servicio desinteresado y alegre a la vida que se me confía.

¡Qué lejos estoy de amar como Dios ama! Leía el otro día: “Amar consiste en recibir sin defensa al otro que viene con la certeza de ser acogido por él sin ser juzgado condenado ni comparado. Es una victoria de la debilidad. Amor sin límites[2].

Un amor que acoja y comprenda. Un amor que sepa renunciar en detalles pequeños. Un amor que admire y sostenga a la persona amada. Un amor así me parece imposible. Cuando vivo contando lo que recibo y volviéndome remiso en la entrega de mi vida.

El amor de Dios es ágape, caridad, un amor que desciende y se abaja para ponerse a mi altura. Así quiero amar yo. Descendiendo de mi orgullo, de las murallas que guardan mi alma, de mi vanidad engreída. Abajándome para darme desde el polvo a quien me espera.

[1] J. Kentenich, Extractos de la carta de Nueva Helvecia, 1947-49

[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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