En este mundo es posible ver la belleza y lo bueno, creer, alegrarse, encontrar el cielo en el infierno…
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Mirar con ojos de niño me permite ver lo bueno que hay a mi alrededor. Miro a las personas y veo su belleza. Miro el mundo y elijo la luz. Cuando nadie confía en mí, yo decido confiar. En medio de un mundo corrupto me decanto por la fidelidad.
No quiero caer en la tentación de pensar que todo está sucio y que nada puede ser digno de confianza.
No quiero temer que en algún momento me van a defraudar. Puede que ocurra, pero no lo espero. En mi corazón tengo la elección primera.
Puedo tener mirada pura y elegir ver lo bueno. O puedo tener una mirada impura, y quedarme sólo con lo sucio.
Sé muy bien que lo impuro nace de mi corazón, no viene de fuera, como a veces me dicen. No viene de los demás o del mundo que está en decadencia.
Soy yo, con mi alma frágil y herida, el que odia, teme, rechaza, elige el mal, opta por el fraude. Soy yo el que se queda con la fruta podrida, en lugar de elegir la que está en buen estado. Soy yo en mi corazón.
De mí depende entonces mirar de forma diferente. Decía el padre José Kentenich: “Es un arte superar en nosotros el escarabajo estercolero y cultivar la abeja”[1].
Es fácil mirar con ojos de escarabajo. Veo la suciedad escondida. Denuncio los abusos ocultos. Anuncio la corrupción encubierta. Veo lo malo en las personas. No me fío de nada, de nadie. ¡Cuántas veces camino por la vida como un escarabajo!
En la película Cafarnaún reina el caos. Desde lo alto se ve una ciudad confusa, revuelta. ¿Hay algo de bondad en sus calles?
La película logra mostrarme la belleza oculta aproximándome al alma de las personas. Con mirada de abeja, no de escarabajo.
En ese niño en el que nadie confía existe el bien, la belleza. Un alma pura que lucha por hacer el bien. En medio de su dolor por perder a su hermana huye.
En su desesperación una madre que vive sola con su bebé lo acoge en su humilde casa. Y cuando tiene que ir al trabajo le deja al cuidado de su hijo.
El protagonista experimenta entonces una confianza desconocida. En su necesidad le confía a su hijo de dos años. Al principio con miedo. Luego con la certeza de que lo cuidará bien.
Esa confianza sana el corazón del protagonista y lo capacita para cuidar a ese niño. Confían en él y él confía en su poder. Puede cuidarlo. Es capaz.
La confianza que ponen en mí me hace mejor persona. Esa confianza es una roca sobre la que construyo.
Cuando me miran de esa forma todo cambia en mi interior. Porque yo no confío tanto en mí y dudo de mis fuerzas.
Conozco muy bien mi pobreza. ¿Cómo voy a lograr yo que surja la belleza de mi alma sucia?
No quiero ser escarabajo. No quiero arrastrarme por la suciedad que me rodea. No vivo como las aves de carroña de las desgracias y debilidades ajenas.
Mi corazón no se alimenta de escándalos de corrupción, de abusos. No necesito recorrer imágenes llenas de suciedad para sentirme mejor.
Mi mirada quiere ser más pura. Cree, espera, ríe, se alegra. Ve el cielo en el infierno. Mi mirada va más allá de la aparente suciedad de mi entorno.
La pureza está en mi interior. De mí depende verla. Puedo resaltar lo bueno de las personas. Puedo simplemente hablar de lo malo que hay en ellas. Puedo mirar la vida con optimismo. O bien puedo ser pesimista y dejar de creer en la bondad del hombre.
Decía el Padre Kentenich: “¿Qué significa comprender? Significa creer en la misión del otro y creer en lo bueno del otro”[2].
Miro a los que me rodean y veo su grandeza. Me fijo en lo bueno que hay a mi alrededor. Veo la luz y no me quedo en la noche.
Veo el final feliz de la victoria, no me fijo en los efectos de una derrota pasajera. No quiero ser ciego, quiero aprender a mirar.
Mi forma de mirar lo cambia todo. Me cambia a mí y cambia el mundo que me rodea. El infierno se vuelve más parecido al cielo.
Confío en las personas que me han fallado una y otra vez. Vuelvo a creer en ellas. Vuelvo a confiar en todo lo que pueden llegar a ser. Quiero tener esa mirada pura que me habla de la eternidad.
Más allá de la muerte, de la corrupción, de la fealdad, de la impureza. Más allá de lo que no me gusta y detesto, está la belleza eterna de Dios. Dios prevalece por encima del mal, de la muerte, del pecado.
No quiero dejarme corromper. Me da miedo que, al hablar tanto del mal que hacen los demás, acabe yo haciendo ese mismo mal que condeno.
Hablar tanto de pecados e infidelidades es como una suciedad que se me pega a la piel. ¿No me convendrá entonces aprender a guardar silencio?
El mal no deja de existir si no lo menciono. Pero cuando hablo de él lo tengo más presente. No quiero airear los ejemplos poco edificantes. No quiero hablar de los pecados que me escandalizan. No quiero quedarme en lo feo que me rodea.
Miro la belleza. Hablo bien de los hombres. Elijo la luz. Hablo de la música que lo llena todo de esperanza. Menciono el bien que alguien ha hecho. Me quedo con la verdad que muchos viven.
Elijo el amor antes que el odio. Y la fidelidad entregada antes que el pecado manifiesto. Me detengo ante la luz de un paisaje lleno de vida. Y dejo de lado la oscuridad que desprende la bruma del pantano. Opto por la esperanza. Elijo la luz eterna.
[1] H. King, Textos pedagógicos, J. Kentenich, 215
[2] H. King, Textos pedagógicos, J. Kentenich, 219