Inscribe tu corazón en el de Jesús para poder seguirle
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En ocasiones siento que hago lo que tengo que hacer. Lo que corresponde. Lo que esperan de mí. Lo que yo mismo creo que es necesario que haga.
Sigo una voz en mi interior que me mueve a actuar de una determinada manera. Puede ser una voz profunda. O una voz suave que me lleva a tomar decisiones. Hago lo que he decidido hacer.
O lo que otros han decidido por mí. Ya no lo sé.
Siento que es difícil tomar decisiones. Porque no sé si son las correctas. O no sé si son las que debería tomar.
Incluso pensando que la decisión no es la correcta en ocasiones me dejo llevar por la inclinación, por la pasión, por mi voluntad esclava.
Creo decidir lo que me conviene, pero luego me falta fuerza de voluntad para llevarlo a cabo. Decía el padre José Kentenich: “El segundo elemento es la capacidad de ejecución, es decir, la capacidad de llevar a cabo vigorosamente la decisión tomada, a pesar de todas las restricciones y dificultades”[1].
Hacer lo que he pensado, lo que realmente quiero, lo que es conveniente para mi vida, lo que he decidido con firmeza. Parece difícil.
Pero no sólo hacerlo es difícil. Mucho antes de hacer, me cuesta decidir bien, lo que me hace feliz, lo que me alegra. Decidir es complicado.
Quisiera tener los sentimientos de Jesús para poder decidir de acuerdo con su querer. Quiero decidir según Él. Para eso tengo que inscribir mi corazón en el suyo.
¿Cómo lo hago? ¿Dónde tengo puesto mi corazón en realidad? Vivo volcado en el mundo que me exige, me mide, me ata, me busca. En el mundo que colma sólo en parte mi insatisfacción.
Y yo digo que busco a Dios en el mundo, con el corazón perdido, roto, herido. Quisiera tener el corazón atado a Jesús, inscrito en su corazón también roto y herido.
Decía el Padre Kentenich: “En el espíritu de la inscriptio, el instrumento perfecto vuelve entonces a decidirse rápidamente por Dios, refugiándose en su patria original, en el corazón de Dios. Allí está amparado y seguro como en ninguna otra parte del mundo”[2].
La inscriptio es una forma de vivir anclado en Jesús. Una manera de adquirir sus sentimientos.
¿Qué sentía Jesús? Misericordia, perdón, amor inmenso, humildad, alegría, paz, mansedumbre, honestidad.
¿Se puede sentir todo esto en mi corazón limitado? A menudo yo siento rabia, frustración, impotencia, deseo de venganza, rencor, miedo, debilidad. Y me enfango en sentimientos que no son de Cristo.
Me empeño por cambiarlo todo y no lo consigo. Intento borrar las frases que determinan mis emociones. Pretendo que desaparezca todo mi rencor relativizando el daño que me han causado. Ahuyento las nubes de mi rabia diciéndome mil veces que todo está bien, que no es para tanto, que saldré adelante. Aprendo a reírme de mí mismo, pero me cuesta tanto…
Deseo tener los sentimientos de Jesús. Esos que sólo imagino como un ideal lejano. Quisiera el fuego de su amor apasionado. Pero todo en una sana armonía fruto de la falta de pecado que yo no tengo.
No puedo entonces sentir lo mismo. Mi pecado me tiene roto por dentro. O tal vez por estar roto es por lo que peco.
Porque mendigo amor y me frustra recibir rechazo. O quiero el éxito para hacerme merecedor del amor del mundo. También del de Dios.
Quiero sentir como Jesús que perdona desde lo alto del madero. Yo que no perdono los errores, ni los descuidos.
Quiero sentir como Jesús que me dice que aprenda de su humildad y mansedumbre. Y me invita a seguir sus pasos que se borran a medida que los piso por la orilla de mi playa.
Y todo para que no me crea yo tan importante. Yo, que me creo que, si todos me valoran, seré el hombre más feliz de mi tierra.
Quiero llegar a sentir como Jesús que calla paciente ante las injurias y ofensas. Cuando yo no tolero que hablen mal de mí ni me critiquen. Porque pretendo ser perfecto. Y no soporto que me corrijan.
Deseo hacerlo todo bien, para que brille. Cuando ni siquiera a Él le salieron todos los planes y proyectos.
Deseo ese amor suyo tan humano que enaltece. El mío esclaviza y crea dependencias. Ese amor humano que salva y libera. El mío no sabe bien lo que tiene que hacer para hacer feliz al que ama.
Quiero sentir como Jesús caminando sobre las aguas. Haciendo milagros imposibles. Y yo que no creo demasiado en los milagros. Ni siquiera en los que veo o en los que yo mismo hago.
Quiero sentir como ese hombre libre que es Él mismo siempre sin querer gustar a todos. A mí que tanto me gusta caer bien y resultar atractivo. Y dejo de ser libre en lo que hago y en lo que digo. Ese Jesús trasparente, lleno de luz y de vida.
Quiero sentir como Él que sentía con un corazón inmenso. A mí me cuesta tanto amar a los que me aman. Dar más de lo que recibo. Y permanecer alegre en medio de la cruz que me lacera el alma.
Quisiera perdonar como Él, a todos los que me hieren. Y decidir según el Padre que me ama. Según sus deseos, como Jesús, que no duda. Se retira al silencio y en oración asiente con humildad y alegría.
Decidir lo que me conviene. Decidir según su corazón en el que descansa el mío. No lo sé. Un milagro puede hacer mi corazón semejante al suyo. Sólo un milagro puede atarme a su corazón herido. Lo pido, lo suplico. Para sentir lo mismo. Y caminar sus pasos. Haciendo lo que Él sueña. Sólo eso. Nada más que eso.
[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[2] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus