Estamos perdiendo el sentido del vestir y, por extensión, el sentido de la belleza de la piel. Ambos los hemos traducido por tallas, pesos y líneasSe decía de María Estuardo, Reina de Escocia, que era una de las mujeres más bellas y elegantes de su época. De ella se contaba que su blanquecina y tenue piel desbordaba una delicadeza superior a la del resto. Poseía, narraba Stefan Zweig, una piel nacarada y fina como la nieve pero tan suave como la porcelana y brillante como el cristal.
Cuando nos referimos a objetos delicados, acuden a nuestra mente los cristales y las porcelanas, y de ellos predicamos la delicadeza. Lo delicado, en primer lugar, es lo fino. De todas las partes finas y delicadas que poseemos en nuestro cuerpo la piel sobresale como el ejemplo más claro. A la piel le atribuimos las mismas características que a la porcelana y el cristal, y no hacemos eso con otras partes del cuerpo. La piel pertenece a la idea de lo delicado porque posee cierto esplendor y brillo, rezuma luz, atrae la mirada y se conjunta en su delgadez.
En tiempos antiguos pero aun reconocibles, esa delicadeza era siempre un signo de belleza y era la piel a lo que se llamaba delicado y bello. Ver a alguien en toda su delicadeza era verle la piel, y aún en español decimos que para saber quién es alguien verdaderamente hay que saber de qué piel está hecho. Así dicho, la piel no sólo es un envoltorio sino el contorno más propio y delicado de lo que somos.
Pero lo asombroso es que la belleza no proviene solo de lo delicado cuanto también de su fragilidad. Tanto nos sorprende lo hermoso como el cuidado que requiere que esa hermosura no se rompa. Pasa con los cristales y pasa con las porcelanas. Por eso, delicado significa etimológicamente lo delgado, lo fino. No hay delicadeza sin delgadez. Lo delicado es lo delgado en tanto que estilizado y suave, pero no como lo flaco y estrecho.
Hoy en día, parece que delgadez y delicadeza solo se dice de lo escuálido, o de aquellas personas que apenas tienen peso en sus básculas, en su porcentaje de grasa corporal. Pero ese es un sentido derivado y secundario, porque lo delgado es la delicada capa que nos contornea el rostro y el cuerpo entero. Quizás porque se ha perdido este sentido sólo se entiende lo delgado como enflaquecido y, por contraste, sólo se entiende lo grueso como obesidad. La delgadez está primeramente en el ser humano no en su peso corporal sino en la finura de su piel. Lo delicado es en el hombre la sutil y delgada epidermis que nos recorre.
Cuando se observa que nuestra delicadeza es nuestra piel, se entiende que ésta es, como se ha dicho, la unión de belleza y fragilidad. El primer lugar por el que somos frágiles es por nuestra piel. Cuando en nuestra cultura hacemos nuestra la belleza muscular, delineada y curvilínea, y entendemos la delgadez en términos totales (como figura y peso), hemos perdido el significado que los antiguos daban a la piel como el lugar de lo hermoso y lo delicado.
Sabían los antiguos que la edad era la piel que uno poseía, y que la piel y sus surcos se generaban de modo más sobresaliente en dos lugares: el rostro y las manos. Rostro y manos son los lugares en los que necesitamos que la piel esté visible. Y si el rostro es la piel hecha gesto, también las manos son el lugar de los gestos. Fuimos gestados, se puede decir, en piel y manos. La misma idiosincrasia que guarda la huella dactilar de nuestra piel, la guardan nuestras marcas faciales y nuestros ojos, que, a la postre, son los lugares por los que hoy nos identificamos.
Sabían también los antiguos que para mostrar la belleza del cuerpo, nada como mostrar la piel y el rostro (en el que se incluía el cuello). Y que, en cierto modo, piel y manos revelaban también la delicadeza. Así que manos y rostro eran los lugares de la delicadeza como esencia de nuestra vida y nuestra edad. Los ancianos contemplaban con nostalgia las manos y las mejillas jóvenes, y los jóvenes contemplaban con estupor y reverencia los surcos, las manchas y las cicatrices de los ancianos.
Lo delicado es, en ese sentido, el lugar del tiempo, o donde el tiempo se hace más visible. Por lo mismo, lo delicado es también donde se hace más visible la fragilidad de un tiempo que corre por nuestra piel. Por eso la piel es lo que está en cierto sentido a la intemperie, porque es lo más visible y lo que está más expuesto a peligros y daños.
Pasa lo mismo con los jarrones de porcelana y la cristalería: los colocamos en nuestras casas en lugares visibles y están abiertos a los peligros de la intemperie, es decir, a su ruptura. En las casas antiguas, los padres ponían los objetos más delicados en los lugares más vistosos, bien estanterías o lugares preferenciales; pero, por lo mismo, intentaban ponerlos a salvo (a veces con escaso éxito) de su ruptura debido a su fragilidad.
En el fondo, haber roto un jarrón en el salón de la casa con una pelota es similar a ver envejecer las manos y el rostro de nuestros mayores. Hay en ello cierta sorpresa por parte de los niños, es decir, aquella que uno tiene cuando ve que el jarrón o el cristal más fino y delicado están en el lugar del salón que más probabilidad tiene para que se rompa.
Todos los niños se han quedado sorprendidos por ser reñidos al haber roto ese jarrón que, pare ellos, estaba en el lugar menos indicado. Pero claro, es que el niño es aquel cuya piel es pura juventud, puro juego. Los niños aún no entienden que el lugar de esa figura de porcelana es precisamente ese lugar expuesto y visible, y que ese es el sitio de lo delicado: la atracción y exposición de lo bello en tanto que frágil.
Ahora ya resulta fácil entender que lo delicado no es sólo la conjunción de lo delgado, lo bello y lo frágil, sino que lo delicado es también la elección del sitio preferencial, es decir, lo elegante. Todo lo delicado es en sí mismo elegante. Y todo lo elegante es lo que quiere ser elegido.
La elegancia, como su etimología indica, es una elección, concretamente la elección de una delicadeza hermosa. Y la unión de elegancia y delicadeza es el sentido de la moda, de la forma en que cubrimos nuestra piel y le damos sentido y protección. Viste y es elegante aquel que saber cuidar de la delicadeza y la fragilidad de la piel.
Parece que las modas actuales también han perdido ese sentido y nuestra forma de vestir ya no recompone nada, es decir, no tiene compostura. Igual que la delgadez solo la entendemos como adelgazamiento, la moda solo la entendemos como gusto propio que intenta soportar robusta y toscamente el tiempo.
Como los niños, queremos jugar toda nuestra vida en el salón de la casa con la pelota. Como los niños, estar fuera de la moda es querer estar fuera del tiempo o no querer entender que somos frágiles. Y casi del mismo modo que queremos que nuestra piel ya no envejezca, queremos que vivir en una moda constante.
Las modas, en cierto sentido, son pasajeras porque son delicadas y elegantes, porque son elegidas para ser vistas como frágiles y pasajeras. Algo de eso hay en aquel que se siente fuera del mundo porque se siente fuera de la moda. Pero entonces, la moda, antes que volverse tosca y estúpida, requiere el cuidado de lo frágil y la identidad de lo delicado.
Si la moda es solo un puro modo de vestir, ni muestra elegancia ni es delicada ni entiende el tiempo: solo una buena moda es la que capaz de estar, de volver otra vez, a la moda. Las modas verdaderas siempre vuelven porque han descifrado, a su modo y manera, el paso del tiempo de nuestra piel y nuestras manos. Una buena moda sabe envejecer.
Vivimos en un tiempo en que la moda ya no adquiere el sentido de la elegancia y la delicadeza, sino de lo bruto, lo exagerado y lo tosco. Es más, parece que una moda será más moda cuanto más exagerada sea. Estamos perdiendo el sentido del vestir y, por extensión, el sentido de la belleza de la piel. Ambos los hemos traducido por tallas, pesos y líneas.