El espeluznante “recuerdo perpetuo” de la explosión de la bomba atómica vivida en primera persona por Pedro Arrupe, el “médico de Hiroshima”Pedro Arrupe es un jesuita que fue superior General de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1983.
El Padre Arrupe fue el artífice de la renovación conciliar de la Compañía de Jesús. Es una figura relevante en la historia de la Iglesia del siglo XX.
Su causa de beatificación arrancó en la basílica de San Juan de Letrán de Roma el 5 de febrero de 2019, vigésimo octavo aniversario de su fallecimiento.
Carismático Papa Negro
El Padre Arrupe es un mítico jesuita, admirado por generaciones, quizás el “Papa Negro” más carismático de cuantos han pasado por la sede de Roma.
Arrupe se fue de misionero a Japón, como san Francisco Javier, uno de los fundadores de la Compañía de Jesús.
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Llegó al país asiático en 1938 y de inmediato se puso a aprender la lengua y costumbres japonesas.
El 8 de diciembre de 1941, unas horas después de la entrada de Japón en la contienda, fue arrestado y encarcelado por las autoridades locales bajo la acusación de ser espía.
Maestro de novicios
Fue liberado al cabo de unas semanas y al poco tiempo, nombrado maestro de novicios en Nagatsuka, una pequeña localidad situada a siete kilómetros de lo que luego sería el epicentro de la explosión nuclear en el centro de Hiroshima.
El Padre Arrupe estaba en el noviciado jesuita de Hiroshima el 6 de agosto de 1945 cuando, a las 8:10 en punto, una explosión se produce apenas a 500 metros del lugar donde se encontraban.
Se encontraba en una casa con 35 jóvenes y varios padres jesuitas, cuando a esa hora vio “una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos”.
Tres o cuatro segundos mortales
Al abrir la puerta del aposento, que daba hacia Hiroshima, “oímos una explosión formidable, parecido al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo sobre nuestras cabezas”.
Fueron tres o cuatro segundos “que parecieron mortales”, aunque todos los allí presentes salvaron sus vidas. Sin embargo, no había rastro de que hubiera caído una bomba por allí.
“Estábamos recorriendo los campos de arroz que circundaban nuestra casa para encontrar el sitio de la bomba, cuando, pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se levantaba una densa humareda, entre la que se distinguían, claramente, grandes llamas. Subimos a una colina para ver mejor, y desde allí pudimos distinguir en donde había estado la ciudad, porque lo que teníamos delante era una Hiroshima completamente arrasada”, relata Arrupe.
Ante ellos se extendía “un enorme lago de fuego” que con el paso de los minutos dejó Hiroshima “reducida a escombros”.
Luz y ruido que pareció durar siglos
Los que huían de la ciudad lo hacían “a duras penas, sin correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno cuanto antes, porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que sufrían”.
Él describió “una luz muy fuerte” y un ruido que pareció durar siglos. De inmediato, como relatan los mismos jesuitas, “el sacerdote dio paso al médico” -Arrupe había estudiado Medicina- y rápidamente convierte el noviciado en un hospital de campaña para atender a los heridos.
Las personas llegaban con quemaduras que él comparaba a las producidas por el sol o por rayos infrarrojos.
El improvisado equipo, sabiamente dirigido por el sacerdote, logró salvar centenares de vidas al atender las urgencias con inmediatez y pericia. Ochenta mil cadáveres y cien mil heridos era el panorama que enfrentaba.
Trabajaron sin descanso y con fe en que Dios les guiaría
Arrupe y el resto de los jesuitas, en el improvisado hospital en la casa del noviciado, lograron acomodar a más de 150 heridos, de los cuales lograron salvar a casi todos, aunque la gran mayoría de ellos sufrieron los devastadores efectos de la radiación atómica en el ser humano.
Por momentos, pensaban que la situación los superaría, que se quebrarían, confesó, pero trabajaban sin descanso y con fe en que Dios los guiaría a pesar de sus mermadas posibilidades ante semejante tragedia.
Más de 70.000 personas murieron el día de la bomba en Hiroshima y otras 200.000 quedaron heridas. A finales de 1945, la cifra de muertos había ascendido a 166.000 personas.
Por 50 años no se pudo vivir en Hiroshima, tan contaminado estaba todo por la radiación.
El sacerdote jesuita plasmó en un libro –Yo viví la bomba atómica– sus vivencias del día de la tragedia y los meses posteriores.
Nagatsuka, a seis kilómetros de Hiroshima, era la segunda casa que la misión jesuita tenía en Japón, heredera de aquella que fundara san Francisco Javier otro 15 de agosto, pero de 1549, cuando llegó a Kagoshima, entonces capital del floreciente Reino del Sur.
Desde allí, el Padre Arrupe escuchó aquel día cómo el emperador, tras los efectos aniquiladores de las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagashaki , además del ataque con armamento incendiario sobre Kumagaya el día 14, aceptaba la rendición incondicional.
Hiroshima lo transformó
La derrota no pudo ser más evidente -observó Arrupe- cuando 1 de enero de 1946, el emperador reconoció que era una “idea imaginaria” que él fuese un dios en la tierra.
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El historiador francés Jean Lacouture testimonia que el dolor humano que presenció el Padre Arrupe era profundamente sobrecogedor. “Él estaba formado en la caridad, pero lo que vio en Hiroshima lo transformó”.
Arrupe emprendió la marcha hasta Hiroshima en busca de otros miembros de la orden y cuenta lo que vio: “la ciudad arrasada, mutilados moribundos, el río lleno de desesperados que habían quedado atrapados en el fango mientras subía la marea, los gritos de los niños, el silencio de los cadáveres incinerados, la gente abrasada pero sin fuego”… y una impresión que no se le olvidaría nunca: un grupo de jóvenes de unos 20 años, una de las cuales “tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía, además, la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara”.
Un holocausto, lo rodeaba un verdadero infierno.
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Hiroshima y la eternidad
El libro autobiográfico de Arrupe vio la luz mucho tiempo después de que en 1955 concediera una entrevista a Gabriel García Márquez, quien tenía entonces 22 años y que 27 años después quedaría consagrado con el Nobel de Literatura.
“La explosión de la primera bomba atómica –le dijo entonces- puede considerarse un suceso por encima de la Historia. No es un recuerdo, es una experiencia perpetua que no cesa con el tictac del reloj (…) Hiroshima no tiene relación con el tiempo: pertenece a la eternidad”.
El Padre Arrupe se quedó veinte años más en Japón, primero como maestro de novicios y luego como primer provincial del país.
Durante ese tiempo viajó por todo el mundo recolectando ayuda para Hiroshima y Nagasaki. Se sumergió en la cultura del país, que hizo suya.
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