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Creo que quiero más a mi mascota que a las personas, ¿está mal?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/11/18
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La importancia de la madurez afectiva para ser felizJesús habló de dos mandamientos: amar a Dios y amar al prójimo. Amar al que está en mi camino, al más cercano.

Pero hoy el mundo vive en confusión. Dice el padre José Kentenich: “¡Cuánta confusión! ¡Cuánta fractura se observa en la naturaleza humana! Se comprende entonces por qué tanta gente ama más a los perros que a su prójimo, pone más cuidado y amor en su perro que en la crianza de un ser humano. ¡Cuánto se ha degradado el ideal de hombre!”[1].

El orden de las prioridades. El amor a las cosas, a los propios sueños, a los caprichos, a los animales, a los hobbies, antes que el amor a mi prójimo. ¿Está tan roto el hombre por dentro? ¿Cuáles son sus valores?

Yo mismo estoy roto. Digo amar y me busco a mí mismo. Quiero entregar la vida por alguien, pero en cuanto el dolor es demasiado fuerte, opto por mí.

Me elijo a mí. Y dejo de lado mis promesas. Amar al prójimo como a mí mismo. Me protejo, me cuido, me importa todo lo que me pueda pasar.

Tal vez me quiera mal y no me cuide de verdad. Pero me importa todo lo mío mucho más que lo que veo a mi alrededor. Así de sencillo.

No quiero sufrir y evito el dolor. Y el amor implica sacrificio. Supone renunciar a mí mismo tantas veces para cuidar a aquel que se me ha confiado. Como el amor de una madre por su hijo. Está dispuesto a darlo todo por amor.

El amor de concupiscencia busca poseer el bien amado. Es el amor que siento por el que me ama. Un amor que quiere poseer y tiende hacia mi bien.

No es donación, es búsqueda que quiere satisfacer el deseo. Este amor al prójimo que me ama tendrá que madurar y hacerse oblación. Un amor que busque la felicidad de la persona amada.

No es suficiente con amar para satisfacer mi propia sed. Mi amor ha de madurar y crecer. Estoy llamado a amar a los que me aman con libertad, sin crear dependencias. Amarlos buscando su bien, la satisfacción de sus deseos.

A menudo me veo girando en torno a mi ego. Mi orgullo, mi egoísmo, mi autocomplacencia. Digo que amo con la boca, pero mis gestos me contradicen.

No soy fiel a mis palabras. Me guardo siempre esperando que el otro me dé más de lo que yo entrego. Mido. Llevo cuentas del bien y del mal. No funciona. El equilibrio nunca se da en el amor.

Normalmente el amor es asimétrico. Eso me agrada. Quiero aprender a amar al otro más de lo que me ama. Con más ternura, de forma más incondicional, sin medir, sin llevar cuentas ni del bien ni del mal.

Un amor así no es sencillo. ¡Cuántos vínculos rotos! ¡Cuántas personas fracasan en sus relaciones personales! No logran ser buenos esposos, buenos padres y madres, buenos hijos.

Sus relaciones fundamentales fracasan porque no han madurado en su vida afectiva. Siguen conjugando todos los verbos en primera persona.

Quieren ser felices ellos. Si es posible con las personas a las que aman. Y si no es posible, sin ellos. No importa.

Saben que el amor es lo más importante en sus vidas, pero ponen otras cosas por delante. Su fama, sus proyectos, sus trabajos, sus hobbies, sus deseos.

Ponen por delante el cuidado de sus intereses y la persona amada pasa a un segundo plano. No importa su vida. La que importa es la mía. Esa forma de amar me acaba hiriendo y enfermando.

Y en medio de mis heridas ya soy incapaz de amar bien. Porque temo que me hagan daño de nuevo. No quiero sentirme otra vez despreciado.

Y entonces amo menos, me comprometo menos, me doy menos. Construyo muros en lugar de puentes.

La herida de amor pesa en el alma. Es la herida que me incapacita para crear vínculos sanos, profundos y maduros.

A menudo no cuido las relaciones que creo tan importantes. Digo que sí, que me importan, pero luego mi vida con sus intereses ocupa el primer lugar de todos mis esfuerzos.

Me sorprende la pobreza del amor humano en tantas personas. Sin la renuncia es imposible que el amor crezca.

Tengo que ser capaz de amar a mi prójimo más que a mí mismo. Ponerlo en el centro mientras yo y mis intereses pasamos a un segundo plano.

No es tan fácil, pero es el verdadero camino de la felicidad. Un amor que se alegra con el bien de mi prójimo. Un amor que supera todas mis incapacidades. Un amor así es el que quiero, capaz de sacrificarse, capaz de entregarse sin medida, capaz de buscar siempre el bien del otro.

 

[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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