Las consecuencias naturales no son suficiente; para que vivan una vida sana tenemos que enseñar a los niños a crecer en virtud
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En cierto momento de mi travesía parental, me obsesioné con el concepto de “consecuencias naturales”. Las consecuencias naturales son —como ya habrás supuesto—, consecuencias que suceden de forma natural en vez de impuesta. Como la consecuencia natural de caerte de espaldas cuando te reclinas en la silla sobre dos patas, a pesar de que tu madre te ha dicho 10.000 veces que no te reclines en la silla.
Exactamente.
Casualmente, Halloween llegó en la cumbre de esta fase. Como hacen todos los años al salir a hacer “truco o trato”, mis hijos preguntaron si podían comerse uno de los dulces después de la primera casa y luego otro y fueron escalando la petición con cada casa donde parábamos. Frustrada por esta batalla anual de limitar su ingesta de chucherías para que no se pusieran malos, decidí que esta era precisamente una situación que pedía consecuencias naturales.
Y dije: “Niños, podéis comeros vuestras golosinas”. Me miraron con expresiones perplejas. “Pero, ¿quieres decir todos? ¿Cuántos podemos comer: cinco, diez…?”, empezaron tanteando esta inédita situación. Alcé una mano para pedir silencio y aclaré: “Este año, vosotros decidís cuántos dulces deberíais comer”.
Todos y cada uno de mis hijos comieron hasta alcanzar diferentes estados de malestar estomacal: algunos llegaron a la vomitera total, otros se fueron a la cama con lágrimas y ardores de estómago, así que todos experimentaron las “consecuencias naturales” de comer demasiado azúcar.
Sinceramente, me sentía bastante satisfecha conmigo misma. Porque ahora lo sabían. Ahora entendían lo que estaba intentando evitarles y nunca más volverían a suplicar constantemente comer más golosinas, ¿verdad?
Error. A la mañana siguiente, mi hijo Liam (uno del equipo vomitera) llegó a la cocina para preguntarme: “Mamá, ¿todavía puedo comer tantos dulces como quiera?”.
Esto es lo que tienen las consecuencias naturales: algunas son inmediatas, pero otras no. Algunas ocurren de inmediato, mientras que otras tardan años en desarrollarse. Así que, olvidando los efectos inmediatos de ingerir demasiado azúcar, también están las consecuencias naturales de comer mucho azúcar durante gran parte de tu vida. Un artículo reciente en The Atlantic destacaba la conexión que acaba de identificarse entre años de alto consumo de azúcar y el alzhéimer.
Llega un momento en que las consecuencias naturales —ya sean las que llegan rápidamente o las que son más lentas—, simplemente no son suficiente. Ninguno de nosotros aprende lecciones muy bien al experimentar las consecuencias; si lo hiciéramos, los confesionarios estarían mucho menos concurridos.
Normalmente, repetimos los mismos errores una y otra vez y, gradualmente, aprendemos a modificar nuestro comportamiento hasta que podemos evitar cualquiera que sea la tentación. Si no crecemos en virtud, esos errores a menudo tienen consecuencias más serias de lo que nos damos cuenta, como en el caso de sufrir mal de Alzheimer después de toda una vida de ingerir demasiado azúcar.
Para estar sano, es necesario aprender moderación, y eso requiere aprender a abstenerte de darte demasiados gustos con alguna cosa mucho antes de sentir las consecuencias naturales. La moderación es una virtud, una tan esencial para vivir una vida espiritual sana como para vivir de forma saludable en general.
Aquella mañana en la cocina me percaté de que mi labor como madre no es dejar que mis hijos modifiquen su propio comportamiento al experimentar las consecuencias. Por supuesto, hay ocasiones en los que este es un método apropiado, pero mi deber real es protegerles de experimentar las consecuencias de las gratificaciones excesivas enseñándoles a crecer en sobriedad.
Así que me dirigí a Liam para responderle: “No, coleguilla, no puedes comer tantos dulces como quieras. No debí haberte dejado hacerlo anoche, no es bueno para ti. Puedes desayunar sano como es debido y esta noche, después de cenar, puedes elegir una golosina”.
Sorprendentemente, no se resistió; se limitó a encogerse de hombros y a esperar sus huevos revueltos. Y justo ahí y en ese momento, mi obsesión con las “consecuencias naturales” pasó al desguace de “tácticas parentales fracasadas”.