¿Es posible llegar a ser una sola carne?
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Hoy Jesús me habla del alto ideal del matrimonio: “El hombre dijo: – Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”.
Y me dice que el hombre y la mujer juntos formarán una sola carne. Una sola familia. Me impresiona. ¿Es posible llegar a ser una sola carne?
He repetido en el salmo que necesito a Dios: “Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”. Es lo que sueño.
Sé que tengo una forma de ser muy propia. Una carne que me ata y a la vez libera todo lo que hay en mi interior. Sé lo que quiero. Amo la vida de una forma concreta. Tengo sueños propios y un mundo interior único y original.
Sé lo que deseo y espero de la vida. Me enfrento a las dificultades a mi manera. Me duelen ciertas cosas del mundo en mi sensibilidad. Aprecio los valores de los demás y sé lo que puedo recibir de ellos. Mi carne es única.
Entonces, ¿cómo puedo llegar a ser una sola carne con alguien distinto a mí? ¿Con alguien que también tiene sueños e ideales y ve la vida de una manera no exacta a la mía? ¿Puede el amor romper lo que aparentemente parece una barrera insuperable?
Hace poco me preguntaban si después de confesar a tantos matrimonios seguía creyendo en el sacramento. Ante esa pregunta lo tengo claro.
Respondí: “He confesado a muchos matrimonios. Me han confesado muchas debilidades y carencias. Es lo que más sale en una confesión. Pero también he visto mucho amor, mucha entrega, mucha renuncia, mucho anhelo de santidad. He visto lo bueno y lo malo. Y tengo que decir que después de haber visto mucho, creo mucho más ahora que antes en el sueño de Dios para el matrimonio”.
Y es verdad. La vida siempre es dura. Un matrimonio hace años era difícil que llegaran a celebrar las bodas de oro. Vivíamos menos años.
Hoy la vida es más larga. Y tal vez más difícil vivir tantos años juntos. Por eso me alegra tanto celebrar unas bodas de oro.
Y ver matrimonios felices después de un largo camino recorrido. En esos momentos veo cómo Dios ha hecho posible lo imposible.
Dos carnes que se hacen una por amor. Dos almas que se parecen tanto después de años de camino. Dos vidas recorriendo una sola vía. Parece un sueño hecho realidad.
He visto lo bueno y lo malo. Como todo sacerdote que confiesa. He visto el dolor por la incomprensión. La tragedia de la infidelidad. De la infidelidad grande y de la pequeña. De esa de la que no se habla tanto y sucede cuando el amor deja de cuidarse.
He visto la impaciencia y el desamor. El rencor guardado que parece imperdonable. He visto también el deseo de amar para siempre frustrado por la dureza del momento presente. Cuando todo parecía posible arrodillados frente al altar. Y súbitamente la vida lo hace imposible.
Porque creo que el corazón es muy frágil. Y mi capacidad de amar está herida desde la cuna. Busco en el que me ama lo que no poseo. Y a veces le exijo lo imposible pretendiendo que llene un vacío infinito que tengo en el alma.
O busco que se adapte siempre a mí en mis proyectos sin saber yo siquiera lo que para el otro es fundamental. No sé escuchar.
Somos tan distintos el hombre y la mujer que la incomprensión se convierte en algo habitual. Y más allá de ser hombre y mujer, somos tan distintos cada uno, con nuestro mundo y nuestra historia original…
He escuchado los pecados del cónyuge ausente en ese momento. Como si esas faltas del otro fueran la única razón del desencuentro. A veces puede ser así. La mayoría de las veces los desencuentros nacen con la ayuda de ambos.
Es tan fácil prometerlo todo en un momento de euforia, de felicidad que parece infinita. Entonces hablamos de lo eterno y de siempre con naturalidad. Nos parece alcanzable la cima del infinito. El corazón se encuentra amado hasta el extremo y sólo quiere amar hasta un extremo imposible.
Es cierto que la vida puede desgastar el alma. En cualquier vocación, en cualquier camino. El desgaste de los días iguales, de la rutina del trabajo y de los hijos. Cuando lo prosaico sucede a la poesía. Y lo necesario deja a un lado al placer.
Porque no hay tiempo que perder cuando se trata de cuidar a los hijos. Y creo que hoy la distracción del móvil, de las redes sociales, de las series, dificulta el encuentro profundo en medio de la vorágine de la vida.
Creo que la cuesta que conduce al desencuentro comienza muy tenuemente, un pequeño desnivel tan solo.
Vamos dando por evidentes ciertas actitudes y costumbres. Pasan a formar parte de la rutina aunque el corazón vea que no son tan buenas en el sueño de ser una sola carne, una sola alma.
Y Dios, que al principio era el centro, deja su lugar a tantas cosas que en ese momento parecen más importantes.
Y el tiempo pasa muy rápido. Y los niños crecen. Y uno cambia, siempre cambia.
Al principio uno cree que el cambio será para mejor. Y espero que el otro también cambie, y mejore. Y me enamoro de un futuro inexistente en el que la complementación será plena y no desearemos sino hacernos felices en cada momento.
Y me engaño. Porque sí que cambio. Siempre cambio. Pero no necesariamente a mejor. O al menos no me convierto en la persona que el otro esperaba.
Adquiero nuevos hábitos, surgen nuevos deseos. Y se parecen tal vez poco a aquellos de los que me enamoré. O es porque yo he cambiado. O el otro ha empeorado. No lo sé.
Pero al preguntarme si creía o no después de tanto escuchado. Lo confieso, sigo creyendo con más fuerza que antes en el amor para siempre.