Cuando realmente estoy en Dios, vivo en Él, descanso en sus manos, dejan de importarme las pequeñeces
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Comenta el papa Francisco en Amoris Laetitia: “Jesús espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente”.
No quiere Jesús que me esconda detrás de mis prejuicios, miedos y desconfianzas. No quiere que me cierre al otro descalificando su forma de vivir. No quiere que me cierre a lo nuevo por miedo a que de esta forma se cuestione todo lo que vivo.
Quiere que me acerque al hermano en su herida, en su dificultad, en su dolor. Con la humildad del que ha ido y ha vuelto. Ha luchado y ha caído. Pero sin las seguridades del que cree tener respuestas para todo.
Los fariseos ven cómo comen los discípulos y se escandalizan: “Los fariseos y los escribas le preguntaban: ¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?”.
No pueden creer que hayan renunciado a algo tan fundamental para los judíos. Prescinden de las purificaciones. Comen con manos impuras.
Jesús les responde: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: – Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres”.
Me parece tan dura esta crítica… Decir que sus labios son los que rezan y alaban pero no su corazón. ¿No es verdad que a veces siento lo mismo?
Me veo rezando sólo con los labios. Alabando a Dios mientras canto. ¿Dónde se encuentra mi corazón? No alabo a Dios con el corazón. No tengo metido a Dios en mis entrañas.
Me fijo en las normas más pequeñas. Me escandalizan las trasgresiones de los demás. Pero mi corazón permanece frío y lejos de Dios.
Digo que lo amo pero lo amo sólo con la cabeza, con mis labios, con mis palabras. Está frío mi corazón que no es capaz de amar desde dentro, con las entrañas. ¿Cómo puedo hacer para encender en mí el fuego del amor?
Mis oraciones se quedan en el aire sin penetrar en lo más profundo de mi alma. Oraciones vacías que no me cambian en mi interior.
Me da pena ser superficial. Decir que rezo pero vivir en la superficie, lejos de mi centro, lejos de mi alma. Me falta hondura. Honro con los labios, pero estoy lejos de Dios.
Quiero hoy escuchar lo que me dice el padre José Kentenich: “Les reitero entonces que abracemos las inspiraciones del Dios Vivo. No estar siempre saltando de rama en rama como una ardilla. Detenerse en todo lo que Dios nos diga en nuestro fuero íntimo, en lo que Dios espera y pide de nosotros”[1].
Un diálogo de amor. Un estar el uno en el otro. En una fusión de corazones. Es lo que mi alma necesita.
Como le sucedió al Cura de Ars: “Yo le miro y Él me mira, decía muy poéticamente el campesino de Ars, feligrés de S. Juan María Vianney. Un intercambio de miradas: ¿Qué hay más elocuente que ellas cuando salen de un corazón para llegar a otro?”[2].
Basta con estar a su lado para que el corazón se haga lugar de encuentro. Cuando realmente estoy en Dios, vivo en Él, descanso en sus manos, dejan de importarme las pequeñeces.
Deja de parecerme importante lo que al mundo le abruma e inquieta. Dejo de fijarme en los detalles, en las formas y voy más al fondo.
Ser religioso es estar unido desde lo profundo a Dios.
No significa cumplir todas las normas y no pecar nunca. Eso no es posible. Mi debilidad es manifiesta. Por eso mi fortaleza no está en tener el expediente limpio. Ni una falta, ningún desliz.
Hoy escucho que nadie está limpio. Los políticos son investigados con detenimiento a ver si tienen alguna mácula en su pasado. Es verdad. Todos tenemos caídas y hemos cometido errores.
Ser religioso supone estar profundamente unido a Dios desde mi herida. Desde mis manchas. Desde mi pecado.
No consiste en vivir sin tener nada que escandalice a otros. Puede que eso suceda porque soy humano. Pero eso no me aleja de Dios. No quiero honrarle con los labios. Quiero pertenecerle a Él por entero. En mi carne enferma.
Hoy Jesús dice que son hipócritas. ¡Qué dura me parece esa palabra! Soy hipócrita cuando veo la paja en el ojo ajeno y no veo la viga en el propio. Cuando me escandalizo ante cualquier error de los hombres y no soy capaz de juzgar con misericordia.
Juzgo por fuera. Me siento frágil. ¿Soy hipócrita? Sí, lo soy cuando finjo ser mejor de lo que soy, más puro, menos pecador, más de Dios.
Cuando defiendo mi imagen a toda costa. Protegiéndome de toda crítica y juicio. Cuando me da miedo mostrarme como soy no queriendo que me traten de acuerdo a mi debilidad.
Es la pobreza de mi carne la que tapo con hipocresía. Yo no soy como ellos. Yo no hago lo que ellos hacen. Yo no caigo tan bajo -me digo a mí mismo tratando de justificar mis pequeños pecados.
No estoy tan mal, pienso en mi interior. Soy hipócrita. Tapo con esmero mi caída. Y resalto con dureza los errores de los demás. Su impureza.
Me falta misericordia para mirar los corazones. Mi hipocresía me lleva a juzgar con frialdad. Veo siempre lo malo, lo que pueden mejorar. Resalto siempre las caídas de los demás para que así mi aparente perfección resalte con más claridad. ¡Qué lejos estoy de Dios cuando miro así a los demás!
Entonces Jesús me lo deja claro: “Llamó otra vez a la gente y les dijo: – Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo; sino lo que sale, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre”.
Lo malo no procede del exterior. ¡Qué curioso! A menudo pienso que sí, que viene de fuera. Llego a creerme que son los demás los que me contaminan, los que ensucian mi alma. Con sus palabras y juicios. Con sus comportamientos licenciosos. Y no yo, que soy puro.
Es verdad, también lo creo, que lo de fuera puede hacerme daño. Una atmósfera negativa, de permisividad moral, de degradación. Una atmósfera llena de amargura, críticas y juicios hacia el mundo. Una atmósfera de pantano puede dañar mi alma.
Eso lo tengo claro. Sé lo importante que es la atmósfera en la que me muevo, la atmósfera que contribuyo a crear. Lo de afuera me puede hacer daño. Si no estoy protegido. Si no tengo claro los principios sobre los que se edifica y echa raíces mi mundo interior.
Quiero crear atmósferas de cielo en el que sea posible tocar a Dios. Para eso es tan importante mi forma de respetar y amar.
Así lo explica el padre José Kentenich: “El respeto es el eje del mundo”. Quítenle a la humanidad el respeto, y todo se convertirá en un caos. Sólo el respeto y el amor proporcionan la atmósfera debida. Para ‘abrir’ el alma necesitamos el arte de oír, el arte de escuchar y el arte de comprender a partir de lo que se escucha”[3].
Quiero cuidar el respeto y el amor para que la atmósfera en la que me muevo sea posible crecer y madurar.
Pero al mismo tiempo me tocan hoy las palabras de Jesús. Lo impuro procede de mi corazón. Hace tiempo leía: “El santo hace de la taberna una capilla. Y el borracho de la capilla una taberna”. Es así.
Cuando en mi interior lo veo todo con amargura, o estoy lleno de rabia y resentimiento, es imposible que vea con paz y alegría lo que hay fuera de mí.
Contaminaré todo lo que toco. Haré impuro lo que es puro. Y ensuciaré lo que está limpio. Es así de sencillo. A veces me cuesta verlo, pero es así.
Y si mi corazón es puro acabaré purificando todo lo que toco. Mi inocencia logra crear ambientes sanos.
Es entonces en mi interior donde surgen la envidia, los celos, el odio, la rabia. Es dentro de mí donde surge el deseo de poseer y del placer a costa de tantas cosas.
Mi corazón se vuelve impuro en su interior a veces sin que casi me dé cuenta. Quiero una pureza que me viene de Dios. Una pureza que me hace noble.
El peligro lo tengo dentro. Ese corazón mío, pobre y herido, que no sabe amar.
Hoy san Pablo me recuerda dónde está la verdadera pureza: “La religión pura e intachable ante Dios Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo”.
Una pureza que me hace capaz de amar a los demás en el mundo, sin diluirme en él. Una pureza que me lleva a volcarme en un amor hacia el que sufre. Esa forma de mirar la vida, al pobre, al necesitado, es la que me purifica por dentro.
Un amor confiado que no desconfía de todo. Un amor entregado que no se vuelve ni egoísta ni autorreferente.
Me gustan las personas que confían, que están llenas de verdad y son trasparentes, y no juzgan. Como Jesús.
Habla el padre José Kentenich de la necesidad de que haya hombres “acrisolados en su vida interior y exterior; hombres que estén por encima de la inseguridad y las dudas; hombres que por el cultivo de una santa soledad con Dios reciban la fuerza para estampar a esta época los rasgos de Cristo”[4].
Sólo Dios puede purificar mi corazón con su misericordia. Sólo Él puede purificar mis impurezas y acabar con mis rabias y odios.
Importa menos la purificación de lo externo. Importa más que mi corazón sea puro en su forma de amar, de entregarse, de servir. Una pureza que me regala Dios porque yo solo soy incapaz de poseerla.
[1] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[3] J. Kentenich, Jornada pedagógica 51
[4] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus