Comienzo a partirme cuando sé renunciar
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Hoy me detengo ante el misterio que vivo en cada eucaristía. Conmovido me arrodillo ante Jesús que se hace carne y sangre entre mis manos:
“Tomad, esto es mi cuerpo. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: – Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”.
Jesús come con los suyos la última cena. Se entrega para ellos en su cuerpo y en su sangre después de haberlos servido lavando sus pies. Se arrodilló ante ellos y luego se dejó partir. Amó hasta el extremo. Murió roto en la cruz.
Esa forma de amar me desborda. Un amor que no tiene medida. Hasta el final. Hay muchas formas posibles de dar la vida. Pocas tan crueles como el calvario.
Jesús podía haber buscado otro camino. O tal vez es el camino que dibujó el odio de los hombres, su incomprensión, su deseo de acabar con aquel que era molesto.
Desafiaba sus vidas acomodadas. Hacía peligrar la paz social. Jesús tenía que morir. Pero antes se entregó a los suyos. Y entonces ya nada más importaba.
Es la santa indiferencia de aquel que se ha vaciado y es pobre totalmente. Ya nada teme, ya nada guarda para sí.
San Ignacio comenta sobre la santa indiferencia: “Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás”.
Una mirada así sobre la vida me hace libre. Poder pronunciar cada día en la eucaristía estas palabras debería hacerme más libre. No creo que sea así. Pero es lo que anhelo. Santa indiferencia. Ya me he partido y lo he entregado todo.
Decía el padre José Kentenich: “Se trata de aspirar al gran ideal de la libertad de los hijos de Dios, vale decir, se trata de ser libres de todo lo que sea contra lo Divino o querido por Dios, para ser libres para Dios, para sus deseos y para su obra”[1].
Libertad interior ante la vida. Ante el futuro incierto que me aguarda. Ante el desprecio o el aprecio que yo pueda recibir de los hombres.
Tantas veces vivo buscando ser querido por algunos, por todos, siempre, en todo lo que hago. Busco la aprobación con la mirada en todos mis gestos.
Espero el reconocimiento con palabras o silencios. Espero una sonrisa como un reforzamiento positivo. Deseo que me aprueben para seguir luchando. Porque el rechazo me desanima. Y la crítica me endurece.
Quisiera que estas palabras que digo cada día se hicieran vida en mí. Mi cuerpo que se parte. Mi sangre que se derrama.
Estoy tan lejos de hacer vida en mí lo que celebro… Y para eso fui consagrado sacerdote: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor”.
Son las palabras que escuché el día de mi ordenación. Hacer vida en mí lo que cada día celebro. Partir mi cuerpo. Es tan duro sentir el dolor al partirme. Evito sufrir. Me duele el alma. Me cuesta tanto renunciar.
Comenta el siquiatra Enrique Rojas: “Para llegar a donde quieres tienes que ir por donde no quieres. Hay que renunciar. Aprender a decir que no pensando en el objetivo mayor”. Renunciar, dar la vida, saber decir que no y detener los pasos. Es tan complicado vivir dejándome partir…
Una persona rezaba: “Déjame sentir tus deseos, abrazar tus sueños. Déjame soltar mis cadenas. Quiero ser pobre. Quiero vaciarme para llenarme de ti. Quiero renunciar a mis derechos. Nada es mío. Solo vine aquí. Solo te sigo. Nada más quiero. Tenerte a mi lado y caminar seguro. Abrazar tus heridas y escuchar tu latido. Déjame ser pobre para poder tenerte. Déjame vivir tu sueño para amanecer en tu vida. Gracias, Jesús, por enseñarme el camino”.
Es el camino en el que aprendo a renunciar a mis deseos, a mi amor propio, a mis gustos, a mis sueños, a mi egoísmo, a mi orgullo.
No es tan sencillo. Comienzo a partirme cuando sé renunciar a los primeros puestos, al reconocimiento de todos, al éxito que siempre he soñado.
No es fácil romperme en medio de la vida. Dejar que otros me tomen en sus manos como alimento. Renunciar a mis horarios. Mi tiempo no es mío. Mis gustos ya no son míos. Mi vida con sus proyectos no me pertenece. Soy de Dios.
Soy de los que tienen sed y hambre. De los que me exigen que siempre esté alegre, que sea estable, que no me aleje nunca, que me dé por entero. Como Jesús lo ha hecho. De la misma manera.
¿Soy de verdad alimento para otros? Sólo cuando renuncio a mi bienestar. Cuando rompo las cadenas que me atan y me impiden ser más generoso. Cuando dejo que otros coman mi carne y beban mi sangre.
Lo que una madre hace con su hijo desde que es concebido. Come dentro de ella. Luego, ya nacido, vive pegado a ella. Y ella se rompe por sacar adelante a su hijo.
El amor de Jesús es así conmigo. Se rompe para que yo salga adelante. Se parte para que yo tenga alimento suficiente. Suficiente carne. Suficiente sangre. Es lo que yo mismo quiero vivir.
Quiero vivir partido, libre, entregado, roto. Sin pretensiones. Sin querer estar entero. “Quien guarda su vida la perderá. Quien la entrega la salvará para siempre”.
Ese don que he recibido es el mismo don que entrego. Mis talentos, mis dones, mi tiempo, mi salud. Lo que soy y lo que puedo llegar a ser.
Todo eso lo entrego, lo parto, lo derramo. Para que otros tengan vida en abundancia. Y para ello yo tengo que morir un poco a mí mismo.
[1] J. Kentenich, 1961