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¿Puedo haber decepcionado a Dios?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 30/05/18
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Si alguien te ama de verdad, no temas defraudarle, desilusionarle, no estar a la alturaHoy miro a Dios. Lo miro en su amor hacia mí, en su presencia salvadora. No quisiera tener más dioses. Pero los tengo. Me dejo maravillar por dioses humanos que me prometen felicidad eterna. Aquí en la tierra.

Dios quiere que sea feliz para siempre. Guardando su palabra, sus mandatos. Me hace feliz su camino.

Pero yo le culpo de todo lo que no me hace feliz. De las pérdidas, de los fracasos, de los vacíos de mi alma. Le echo a Él la culpa de lo que no puedo controlar. Pienso que no actúa, que no hace nada.

Quiero volver la mirada hacia Él. Él quiere que yo sea feliz. Quiere que sea pleno y para siempre. No quiere que me pierda. Me protege. El amor de un padre hacia su hijo. El amor incondicional, haga lo que yo haga. Un amor sin fronteras, sin límites.

Me gusta mirar así a Dios. Ver que me promete no dejarme nunca: “Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

Lo que me hace más feliz es saber que el amor de quienes me aman es para siempre. Lo que me daba paz de niño era saber que mis padres me querían para siempre.

Y yo retenía de niño a mi madre al pie de la cama, para que no me dejara. Esa promesa me la hicieron siendo niño. Siempre, toda su vida fue así.

Pero Dios me promete más que eso. Me dice que nunca me dejará. Que estará a mi lado durante toda mi vida. Y me amará siempre.

Temo a menudo defraudar a los que me aman. Desilusionarlos. Decepcionarlos. Me da miedo no estar a la altura de sus expectativas. Caer y permitir que no estén orgullosos de mí.

Es casi como un mandato oculto bajo mi piel: no decepcionar, no defraudar, no fallar. Y me lo repito como un mantra para asegurarme la felicidad.

Dios no es así. No le decepciono haga lo que haga. No crecen su furor, ni su desamor. Me ama de forma incondicional.

¿Es eso posible? ¿Un amor sin límites? ¿Un amor que no se fija en los fallos y caídas? ¿Un amor que no vive de la expectativa que yo creo en otros?

Necesito tener la certeza de un amor que no me va a abandonar en medio de mis fracasos y huidas. Un amor fiel, pase lo que pase.

Leía el otro día: Él siempre está presente, siempre es fiel: somos nosotros los que no conseguimos verlo ni le buscamos en épocas de bonanza y comodidad; los que no conseguimos recordar que está ahí, guiándonos, cuidando de nosotros y proveyéndonos de todas las cosas con las que contamos y esperamos para subsistir cada día. Y no lo recordamos porque nos sentimos cómodos con nuestro orden establecido mientras los días van pasando”[1].

En épocas buenas me olvido de su presencia silenciosa. Y en épocas difíciles clamo al cielo al no percibir su presencia.

Si soy yo el que me alejo dudo que siga mirándome. Si fallo y caigo temo más el castigo y el desprecio.

Él siempre es fiel. Siempre está a mi lado hasta el final de mis días. Aunque yo me olvide, Él no se olvida. Aunque yo falle y falte a la cita, Él no falla.

No sé bien por qué asocio la presencia de Dios sólo a ciertos lugares. Y creo que no está en otros. Lo veo presente en la pureza, en la bondad, en la verdad, en la virtud.

Pero no lo veo en el pecado, en el odio, en la ira, en la rabia, en la impureza, en la infidelidad. No está en el pecado. Sí está en la virtud. Eso tiendo a pensar.

Curiosamente una y otra vez soy consciente de mi debilidad. Peco y me alejo entonces de Dios. No está en mí. Caigo y solo a lo lejos lo veo abandonar mis pasos.

Creo que me deja solo cuando más lo necesito. Me parece lógico, pero no lo es. ¿Cómo me va a abandonar cuando más falta me hace? ¿Cómo va a renegar de mí cuando estoy yo más perdido?

Su promesa me da que pensar. No me pone condiciones. No me exige ser siempre fiel. Sólo me dice que estará conmigo todos los días de mi vida. Los días de sol y los días grises. Los días convulsos y los días alegres. Así es Dios. Presente en mi pecado.

Le importo yo mucho más que mis negaciones. Se acerca de nuevo a preguntarme: ¿Me amas?”. Y yo le digo que sí. Que aunque no lo parezca, le amo más que a mi vida. Y me alegra saber que va a estar siempre ahí, a mi lado.

¿Le he dicho yo algo parecido a alguien alguna vez? No te preocupes, no temas, que yo voy a estar a tu lado todo el tiempo. No te voy a dejar nunca”.

Me parece un amor imposible. Yo pongo siempre excusas para dejar de estar ahí. Tengo mejores cosas que hacer. Y si me fallan, o me decepcionan, yo me alejo. No respondo con amor cuando recibo desprecios.

No amo con más fuerza cuando soy amado poco. Es el amor incondicional de una madre. El amor que yo quiero escuchar de alguien.

Miro a mi madre en el recuerdo. Oigo su voz diciéndomelo al oído. Es verdad. Siempre estuvo. Siempre permaneció fiel. En medio del camino. En las dudas y en las certezas. En las caídas y los éxitos. Siempre diciéndome que no temiera, que estaba a mi lado.

Así es el amor limitado de mi madre que ahora lo sigue entregando desde el cielo. Mucho más grande es el amor de ese Dios que me ama de forma personal y para siempre. ¡Cuánto me cuesta creer a veces en ese amor fiel y seguro!

 

[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

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