Quiero esa mirada que contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles
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Me resulta difícil a veces ver la belleza escondida detrás de la aparente pobreza. Descubrir la ganancia cuando pierdo. Y alegrarme victorioso cuando he sido derrotado.
No logro pintar de colores lo que está en blanco y negro. Y no sé ver lleno un vaso casi vacío. Es la tendencia del alma. Que no me deja ver el sol escondido detrás de las nubes.
En la película Campeones el protagonista tiene miedo a la responsabilidad de tener un hijo. Una de las personas discapacitadas le dice: “A mí tampoco me gustaría tener un hijo como nosotros. Lo que me gustaría es tener un padre como tú”.
Me sorprendió la fuerza de esa frase en medio de la película. Es como un rayo de luz, como un brote de esperanza.
A menudo me veo haciendo cálculos sobre lo que deseo para mi vida. Planes, expectativas, sueños. Visto mi futuro del color que me gusta. Sin problemas. El color más vivo, el que más me atrae.
Y en él no entra lo defectuoso, lo imperfecto, lo limitado, lo pobre, lo feo. Curioso. Me lleno de sueños perfectos en una vida imperfecta. En un afán inútil por cambiar el color de la vida. Y tejer una historia distinta. Con un final mejor. O mejores pasos en medio de la tierra.
Me invento decisiones que lo cambiarán todo. Decido lo que quiero y lo que no quiero. El número de hijos. El color de su pelo. El trabajo que deseo. La persona a la que quiero amar. La forma como quiero que me amen.
Sé muy bien lo que quiero y lo que no quiero. Pretendo dominar las riendas de esta vida indómita para que no me salga nada mal de lo que sueño.
Diseño con mis manos el final perfecto. El escenario maravilloso. Ensayo una y otra vez los pasos correctos. No quiero fallar. El amor mejor vivido y expresado.
Me da miedo asumir riesgos que tal vez no salgan como yo deseo. No quiero la discapacidad, el límite, la torpeza, la derrota, el fracaso. No quiero aceptar mis discapacidades. Y tampoco las de aquellos que me acompañan en el camino.
Me conmueve la respuesta que le da una persona con discapacidad en la película al protagonista. Calma con esas palabras sus miedos.
No tiene que atar todos los cabos. No tiene que asegurar la vida para que salga todo bien. Lo importante lo tiene, puede ser un buen padre. Esa mirada le da fuerzas. No tiene que temer más.
Yo a veces temo. No sé si sobreviviré en situaciones adversas. No sé si sabré amar bien y ver la belleza escondida. Necesito que alguien me diga que confía en mí. Que cree en mí.
Necesito tocar el amor de Dios sobre mí, un amor predilecto, que se hace un lugar debajo de mi piel, para que confíe siempre.
Me ama Dios con un amor predilecto. No porque tenga muchos dones. Sino porque en mis discapacidades Dios ve mis capacidades.
El director de la película, Javier Fresser, añadía un mandamiento a los diez: “Uno de los once mandamientos de la ley de Dios, no clasificarás”.
Yo clasifico, selecciono, decido lo que quiero y lo que no quiero. Aparto de mí lo que me hace daño, lo imperfecto y elijo lo que me beneficia.
Doy pasos medidos para no confundirme y temo elegir mal. Tengo miedo a no ver en la realidad a Dios escondido. En la fealdad que detesto la belleza que amo. Parece sencillo, no lo es.
Sólo Dios me capacita para mirar con sus ojos. Unos ojos puros que a mí me faltan.
Quiero una mirada como la que comentaba el papa Francisco: “La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles”[1].
Quiero mirar así mi vida. Quiero una mirada pura y profunda. Capaz de amar la belleza escondida. Capaz de descubrir a Dios en el corazón que amo. A Dios vivo detrás de la piel humana, gastada y herida.
No clasifico a nadie. No quiero que me clasifiquen. Soy reflejo de Dios y por lo mismo no puedo encerrarme en los límites que intentan definirme.
Soy más que mis miedos y discapacidades. Soy más que mis sueños y deseos de infinito. Soy más que el amor que recibo y que doy. Tengo algo de infinito oculto tras mis límites.
Soy una imagen imperfecta de un sueño perfecto de Dios sobre mi vida. Esto me consuela. Soy capaz de mirar bien al que no me mira. Y de amar con más fuerza al que me desprecia. Miro detrás de su discapacidad el amor de Dios en ciernes.
Me gusta ese amor que me sostiene y me permite creer en mi propia belleza. Ese amor imposible que no pone condiciones para amarme. Me gusta saberme tan amado, tan querido dentro de mi imperfección.
No quiero controlarlo todo. No quiero amar siempre con límites. No quiero encasillarme encasillando. Quiero el todo y la nada. Quiero el amor sin desprecios. Quiero la vida plena sin límites.
[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia