¿Por quién estoy dispuesto a dar la vida? ¿A quién puedo decirle que le amo más que a mi vida?El amor no siempre es razonable. Jesús me enseña que no es razonable amar hasta el extremo. Pero esa es precisamente su forma de amar.
Él lo dijo y lo hizo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Él amó a sus amigos hasta el extremo. Dio su vida por ellos.
Tal vez, para ser sinceros, no es tan razonable dar la vida por los amigos. Es excesivo. Uno puede dar su tiempo, dar cosas, dar amor. Pero se puede ahorrar esa generosidad extrema. No hay que llegar a tanto.
Jesús lo hizo. Él me invita a no ser razonable, a no ser tan prudente, a no ser justo en la medida. Es el camino que yo sueño para mi vida.
Me enseña un amor sin medida que me desborda y que a la vez deseo. Una forma de amar a lo grande, sin reservas.
Tantas veces vivo midiendo cuánto me dan, cuánto me aman. Mi medida es la justa, la que corresponde. No amo ni más ni menos. Lo prudente, lo justo, lo necesario.
No creo en la asimetría del amor. Quiero que haya justicia. Si hago algo por alguien quiero que también lo hagan por mí. Lo justo, lo que me corresponde en pago por mi entrega. Así de sencillo.
Pero cuando me piden más de lo que me dan, cuando me exigen más de lo que me prometen, más de lo que recibo, me cierro, me bloqueo. No quiero dar más.
El amor de Dios es sin medida. Como el amor de una madre hacia su hijo. Así quiere ser mi amor paternal.
Muchas veces mido. Busco el equilibrio. No quiero saber nada de extremos. Me asusta tener que amar tanto. Pero al mismo tiempo es el tipo de amor que anhelo.
Decía el padre José Kentenich: “Una paternidad y maternidad creativas, dispuestas a entregar todo por los que le fueron confiados, poniendo a su disposición sus capacidades y talentos, incluso sacrificando el descanso y el sueño, consumir por ellos hasta las últimas fuerzas. Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Juan 15, 9-17)”[1].
Es el amor sin límite de la paternidad y maternidad espirituales. El amor al que aspiro. El amor al que los cónyuges aspiran. Quiero acompañar almas, cuidar a los que se me confían. Sé que exige mucho.
Decía el Padre Kentenich hablando de la educación en el amor: “Educadores son hombres que aman y nunca dejan de amar. Los verdaderos y auténticos educadores son genios del amor”[2].
Un amor que no mide, que no dosifica, que no se da sólo en la medida en la que recibe. Un amor sin límites. Un amor así me parece imposible.
El amor que brota de mi corazón suele ser más egoísta. Y es una pena, porque el amor saca lo mejor de mí y el egoísmo me aísla en una infelicidad infecunda.
Por eso quiero rezar como leo en el Hacia el Padre: “Libérame de todo egoísmo, para que pueda satisfacer tus más leves deseos; hazme semejante, igual a mi Esposo; sólo entonces alcanzaré la felicidad y la plenitud”.
Una generosidad sin límites es lo que yo quiero. Un amor que saque lo mejor que hay en la persona amada. Un amor que desborde mi naturaleza humana.
Quiero un amor así que no me deje calcular. Un amor que no ponga diques al alma. Un amor que sea más mar embravecido que manso lago. Un amor que no se contenga cuando llegue la renuncia por aquel al que amo.
A veces siento que me duele tanto la renuncia, el sacrificio. Es como si se desgarrara el alma. Y me resisto a sufrir. Quiero ser capaz de amar hasta el extremo. Quiero poder dar la vida por los amigos.
¿Por quién estoy dispuesto a dar la vida? ¿A quién puedo decirle que le amo más que a mi vida?
Me encuentro con tantas personas que viven un amor egoísta. Yo mismo me doy cuenta de lo egoísta que soy.
El consagrado corre el riesgo de querer amar mucho a todos y a Dios amándose mucho a sí mismo. Y su vida se torna infecunda cuando no hay en ella un amor hasta el extremo.
Me da miedo caer en ese egoísmo que me cierra las entrañas. Y me impide vaciarme por otros, darme por otros, romperme por otros. Corro el peligro de no salir, de no darme.
Como dice el papa Francisco: “Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo”[3].
La envidia, el egoísmo, el miedo al rechazo o a perder. El miedo a sufrir. Ese miedo me ata, me bloquea, me cierra. El amor me abre, me llena de luz. El amor saca lo mejor de mí y de las personas a las que amo.
Me gusta pensar en este amor sin medida que Jesús me pide hoy. ¿Alguien me ha amado así? ¿He amado así a alguien alguna vez?
A veces dudo. Es el milagro que pido cada mañana. Un amor inmenso. Un amor sin medida. Sin horarios ni fronteras. Un amor que no juzga. Que no lleva cuentas del mal ni del bien que hace.
Un amor así es el que yo veo en algunas personas. Y me siento tan lejos por culpa de mis límites y mi prudencia… Por mi miedo al dolor.
Pero lo veo. Y me he sentido amado así. Y he tocado la asimetría. Cuando mi amor era demasiado pequeño y no se merecía tanto amor a cambio.
Sólo sé que si miro a Jesús en la cruz algo aprendo.
Y siento que su amor me invita a dar hasta que duela. Hasta que se abran mis llagas y brote también un río de vida como brotó de su costado abierto.
Quiero recibir ese amor divino en carne humana para amar yo así. Quiero tocar ese amor imposible para que se me pegue algo.
Jesús me recuerda hoy cómo es el amor verdadero. Me dice que dar la vida es el único camino para amar correctamente, para tener una alegría plena. Para amar como Él me ama a mí. En mis límites.
[1] J. Kentenich, Milwaukee el 9 de diciembre de 1953
[2] J. Kentenich, Mi filosofía de la educación
[3] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia