Todos los comportamientos limitantes pueden reducirse a un origen común
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Cuando estaba en la universidad, quería ser poeta. Me apasionaba la poesía: la leía vorazmente, la escribía prolíficamente y me la habría tomado para desayunar si el pentámetro yámbico fuera digerible. Como buena estudiante de la corriente New criticism, dediqué cuatro años enteros a leer la poesía de los maestros antes de ir a una clase sobre escritura de poesía. Fueron cuatro largos años en los que me sumergí en las clases por completo, me quitaba horas de sueño para escribir sextinas y madrugaba para trabajar el verso blanco.
Mi profesor estaba impresionado. Para ser sincera, os diré que estaba muy impresionado y convencido de que llegaría lejos en mi carrera como poeta. Yo también lo creía. En mi cabeza, había recorrido tres cuartos del camino hasta ser una poeta laureada. Seguí obedientemente la recomendación, algo prosaica, de solicitar admisión en un máster de Bellas Artes y empecé a enviar sugerencias de publicación. Una vez.
En efecto, solicité admisión en un máster de Bellas Artes y presenté un poema para una publicación. Me rechazaron en ambos casos y, entonces, dejé de escribir poesía. En aquel momento, me convencí, paradójicamente, de que era una fracasada y que solamente tenía que esperar a que me llegara el éxito, y la disonancia cognitiva me paralizó.
O quizás no fue la disonancia cognitiva. Quizás había caído en lo que Kathy Caprino, terapeuta y reputada coach de éxito personal, define como uno de los ocho peores comportamientos autolimitantes: confundir las ilusiones fantasiosas con la acción.
Los profesionales de éxito persiguen resultados que fluyan naturalmente de sus acciones actuales. Los individuos sin éxito se apegan a fantasías que quizás les alivien momentáneamente de su dolor circunstancial, pero que no tienen fundamento en la realidad. (…) Es esencial tomar acciones valientes y comprometidas que te acerquen a tus visiones para poder crear éxito.
Las personas de éxito también desarrollan objetivos enormes, pero los desmenuzan en medidas de acción más pequeñas y digeribles (aunque valientes) sobre las que siguen construyendo, lo cual les conduce de forma natural al objetivo final que persiguen.
Sin duda, ser una madre ama de casa con niños pequeños hizo que continuar buscándome un máster de Bellas Artes fuera difícil, pero no imposible. Tampoco lo era continuar escribiendo y presentar poemas fuera de mis posibilidades; de hecho, la escritura es bastante compatible con lo de ser madre ama de casa (¡preguntadme cómo lo sé!).
No fue la realidad práctica la que interrumpió mi camino de sueños poéticos, sino el botón de seguridad en mi cabeza que me convenció para que dejara de intentarlo antes de fracasar de verdad y rematadamente. Yo misma me minusvaloré y, siguiendo otro comportamiento autolimitante, atribuí mi inacción a unas circunstancias fuera de mi control. Los niños, la economía, el momento… todo y cualquier cosa salvo el motivo real por el que dejé de escribir poesía: que dejé de escribir poesía.
Este segundo comportamiento se llama pensamiento “por debajo de la línea” y hace referencia a la manera en que muchos de nosotros tendemos a ver nuestras vidas como fuera de nuestro control. La vida es algo que nos sucede, no algo que configuramos activamente. Es una forma de pensar reconfortante, porque nos absuelve de cualquier responsabilidad ante nuestros fracasos y momentos difíciles. Pero, en última instancia es una forma de autosabotaje, porque nos roba nuestra autonomía y libertad de gobernar nuestras propias vidas.
Creo que estos dos comportamientos con los que nos limitamos a nosotros mismos se combinan de formas especialmente perniciosas. Para mí, el alivio dual de aferrarme a las ilusiones y de culpar a todo y a todos excepto yo por el fracaso de su realización me ha mantenido encerrada en un ciclo de autodesprecio y hastío durante toda una década. Solamente cuando encontré un nuevo sueño y empecé a dedicar esfuerzo a hacerlo realidad me volví a sentir despierta, motivada, llena de energía y entusiasmada por la vida.
Pero la cuestión no estaba en solamente tomar medidas, sino en aprender a fracasar. En la universidad, o durante algunos años después, no sabía fallar. Me tomaba el fracaso como una declaración definitiva sobre mi potencial y mi valía como persona, en vez de verlo por lo que era: una parte inevitable de la vida, el ineludible rédito potencialmente negativo de una inversión que todos debemos aprender a aceptar para luego seguir adelante.
No resto valor a la idea de los comportamiento autolimitantes, pero creo que aprender a fracasar es una distinción crítica entre las personas que tienen éxito y las que no. Todas las ilusiones y la percepción de no control son en realidad maneras de amortiguar el golpe del fracaso, de alejarlo en vez de aceptarlo. Pero tenemos que aceptar el fracaso, porque hasta que no hayamos aprendido a fallar no tendremos forma de medir nuestros triunfos.