El reto de cada madre: reinventarlas para que no falten en cada hogarDiciembre tiene su música, sus colores, sus matices…y, según el país, también sus sabores. En toda Venezuela llega la hora de las hallacas. Si usted busca en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, es probable que encuentre esta definición: “Pastel indigesto que comen los indios americanos”. Pero ni es indigesto ni lo comen los indios, aunque tiene su origen en la ingesta de maíz mezclado con diversos vegetales y carnes que ellos preparaban. Solo se come en diciembre, es delicioso, no es propiamente un pastel y hace las delicias de la familia en cada rincón del país.
No hacer hallacas es impensable. Este año, debido a la escasez y la hiperinflación, ha sido imposible para muchas familias. Pero, de nuevo, la solidaridad y la creatividad se han combinado para aliviar la situación. La gente se intercambia ingredientes, se ha reducido las cantidades de hallacas a preparar, se prescinde de los más costosos como las aceitunas y las almendras y los más afortunados preparan paquetes para regalar unas cuantas a los amigos. La idea es ayudarse todos para que no falten, al menos, en la mesa de Navidad.
El plato, objeto de una cuidadosa y compleja preparación –requiere de, al menos, dos días de trabajo- lleva un guiso a base de vegetales, verduras y carnes de diversos tipos que se envuelve en maíz y se cocina en hojas de plátano. Solamente amarrar cada hallaca es ya un arte que no todos dominan. Por eso se vive en familia, donde cada cual tiene una habilidad: unos tienen buena sazón y preparan el guiso; otros son diestros al amarrar; otros llevan buena mano para amasar y hay los que sólo miran y animan la faena.
Cada familia tiene alguien que sabe hacerlas y dirige el trabajo. En cada región del país se preparan al gusto de los paisanos. En Caracas y el Centro la hallaca tiene cierto saborcito dulce y lleva aceitunas, alcaparras y el básico guiso con salsa. En los Andes lleva garbanzos y el guiso es más seco, En los Llanos las prefieren picantes. En Oriente gustan de ponerle papas y huevos. Pero en todas partes comemos hallacas. En cada pueblo y en cada casa se prefieren las que se hacen en el lugar. Cada mamá tiene un guiso y ese sabor se queda en la memoria de las papilas gustativas de cada familia. Eso ha inspirado canciones populares de Navidad como aquella del estribillo: “La mejor hallaca es la de mi mamá”.
Ha sido costumbre, igualmente, en las zonas de campo, que un pastor las coloque como ofrenda al Niño Jesús al pie del pesebre. La hallaca es un plato gregario: se prepara en familia, se disfruta en familia y hasta los más pequeños de la casa participan cortando los *pabilos* –pequeñas cuerdas suaves- para el amarre y el que canta o toca algún instrumento, hace música mientras dura la jornada.
Es una vivencia que los venezolanos no estamos dispuestos a entregar. Una tradición que rescatamos cada año como un compartir indispensable en tiempos de Navidad.
La hallaca vendrá más pequeña, más flaquita, con menos relleno, pero seguirá siendo una experiencia hermosa y sabrosa, un símbolo de resistencia a la adversidad y una prueba de los “milagros” de cada madre venezolana por seguir haciendo hallacas en hiper-mega-inflación.