La indígena marcó un hito en Latinoamérica al convertirse en 1977 en religiosa, siendo menor de edad. Contra viento y marea se internó en la selva, donde ha permanecido durante más de medio siglo para salvar almas colombianas, venezolanas y brasilerasSus piernas desnudas, lejos de las bonitas pero inoficiosas medias de lana, lucen una piel tiznada de sol y resistente a mosquitos. Cinco décadas de entrega y servicio la hicieron: “Todo terreno”, tras acostumbrar a su cuerpo a las dificultades, más allá de las picadas de los bichos.
Tan sonriente como franca, Fanny Machado continúa dispuesta a las zonas inhóspitas, con tal de atender adecuadamente a los indios. Por eso forma parte de las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, a ejemplo de la colombiana Laura Montoya, cuyas hijas tienen presencia en veintidós países del planeta.
La hepatitis y la malaria, con la que luchó personalmente más de diez veces, no amilanaron nunca su deseo de internarse en el corazón de la selva, donde ha brindado servicio a decenas de comunidades… comunidades resignadas aún hoy al olvido y en condiciones duras e inhumanas.
No es un trabajo fácil, y su abuela lo sabía. Quizá por eso, a pesar de su profunda vocación católica, trató de impedirle a su nieta que lograra el hábito religioso. Pero la dura batalla legal –que incluyó la denuncia de secuestro contra un grupo de monjas- no logró apagar el anhelo de la niña, quien a sus 14 años de edad ejecutó la fuga de su casa y partió a Colombia para hacerse “Laurita”.
El escándalo para la abuela era que se trataba de una niña wayúu, en cuya comunidad son las mujeres quienes tienen la última palabra, por lo que tanto la transmisión de autoridad como la herencia se realizan exclusivamente a través de las damas.
Si sor Fanny cometía la “locura” de hacerse religiosa, desaparecería la mujer que por norma recibiría la herencia. Y no era un tema solo de tierras, sino de tradiciones, pues se corría el riesgo de truncar la línea de sucesión que garantizaba la continuidad de la casta familiar en aquellas tierras guajiras.
Las inquietudes eran válidas, pero los argumentos insuficientes para quien llevaba su corta vida recibiendo modelos de entrega total a Dios, en colegios de monjas lauritas, cuyas dificultades ya venían conmoviendo el alma precoz de aquella niña.
Muchos contratiempos costaron aquella lucha. Pero la jovencita lograría la complicidad de un ejército de religiosas –con Superioras incluidas- para que entre Colombia y Venezuela culminara la formación que le llevaría más tarde a la profesión de votos perpetuos.
Cincuenta años después, este septiembre, recibió la visita de sus hermanas de Ecuador y Colombia. Junto a la superiora y la Provincial, varias religiosas acudieron a tierras de la Guajira, en Zulia, para celebrar con la comunidad indígena wayúu las bodas de oro de esta noble monja venezolana.
La celebración eucarística fue excepcional. La presidió su compañero de misión, el fraile capuchino Nelson Sandoval, con quien compartió más de un década de labor entre los indígenas motilones y piaroas de la Gran Sabana; y actualmente en la Sierra de Perijá, junto a los yukpa de Los Ángeles del Tukuko.
La danza de las hormigas, que recuerda la comunión con la naturaleza, formó parte del banquete eucarístico, en el que los trajes típicos de la etnia mostraron su máximo esplendor: las damas con mantas de algodón y lana, ataviados con sombreros de exuberantes tejidos hechos a mano.
Los varones –niños, jóvenes y adultos- con guayaberas de simpáticos colores en una explosión de elegancia, muy a tono con la sobria festividad indígena.
Tambores y ofrendas especiales también formaron parte de la actividad religiosa que durante algunos momentos incluyó traducciones al idioma nativo: wayuunaiki, una lengua de seis vocales y 16 consonantes, que pertenece a la familia lingüística arawak.
El trabajo sanitario, educativo y espiritual de Fanny Machado ha llegado a varias de las veinte etnias que hacen vida en Amazonas, en cerca de 8 grupos; pues las Lauritas están ubicadas en el eje cafetero norte de la zona.
Pero, “no siempre todo fue bonito, especial y bello. Porque sufrí bastante los primeros años”, indica al recordar las complicaciones por su condición de menor, toda vez que debía movilizarse a un lado y otro de la frontera mientras llegaba la mayoría de edad.
“Estando de novicia me tuve que quedar, porque no daban el permiso debido a mi edad”. Y mi abuela era una mujer sumamente compleja y de carácter recio. Aunque me insistió tanto en que rezara el Rosario e hiciera las oraciones, las Novenas y que no faltara un domingo a Misa, cuando llegó el momento en que yo tomé esa decisión (de hacerme monja), ella se opuso” porque se quedaría sin su nieta.
En adelante, la renuncia a sí misma sería la constante en esta peculiar religiosa wayúu, que tras haber perdido toda posibilidad de bienes y separarse de su abuela, no pudo acudir a dar el último adiós a su padre años más tarde.
“Muchos me preguntan por qué tomé esa decisión de convertirme en religiosa. Y eso es algo que fue naciendo poco a poco. Quizá el ver a las hermanas ayudó mucho. Yo decía para mí misma: ellas no hablan wayuunaiki y sufren mucho para escuchar. Más aún, para sentir lo que nosotros sentimos”, confiesa.
Así que decidió hacerse una “maestra, pero con los wayúu”, entre su gente, con su pueblo, entre aquellos a quienes tanto ama, “en esta tierra bendita donde me vieron nacer”. Y además se volvió intérprete.
Más tarde vendría la influencia de una excepcional hermandad con los frailes capuchinos, a quienes le une una filial vocación por las comunidades indígenas. Juntos se forman en las áreas educativa y sanitaria, aparte de las religiosas, para brindarles “ayuda real” en los terrenos inhóspitos en los que habitan.
Los wayúu fueron los primeros pero no los únicos, pues desde hace más de una década se confunde entre los barí y los yukpas, quienes le enseñaron “a fortalecer valores culturales”. Porque, asegura la religiosa, “de verdad que en esas comunidades: o soy, o no soy”.
Es una indígena y no lo oculta. Es una religiosa, y lo sostiene con orgullo. En ambos casos, indica: se lleva en la sangre y son situaciones inseparables que se fundieron en un irrefrenable amor a Dios, quien la condujo con excepcional entrega al servicio.
Su testimonio de vida incluye los errores, pues “son muy importantes porque esos nos ayudan a corregir y a echar pa’lante, no a quedarnos en aquello de: ¡No puedo!”.
Llegó a la congregación “sin maleta y sin equipaje” de ningún tipo, por lo que aún hoy –cinco décadas y el peso de los años más tarde- no teme quedarse sola y sin nada, pues “el amor de Dios, basta”.
Fanny Machado considera que “cuando uno quiere realmente algo, ¡lo logra porque lo logra!” y en conversación con Aleteia, atribuyó al exceso de “flexibilidad y relativismo” la merma en el número de vocaciones religiosas en Latinoamérica. No obstante, sostiene que se trata de meras circunstancias, porque “el dueño de su vida” seguirá inspirando llamados como el suyo: “A prueba de todo y de todos”.
Los jóvenes de hoy no pueden pretender ir a una vocación con la frase típica de “¡Vamos a ver cómo me va!”, en plan de “derrotados”, porque esa “ambigüedad e indecisión” forman parte de una “flojera de alma y corazón” que reflejan falta de madurez espiritual.
Es éste un desafío en el que considera se debe trabajar desde las familias, pues “en el hogar, como Iglesia doméstica, es donde se cuecen los primeros valores de la vida cristiana” y son ellos el semillero en el cual habrán de germinar los sentimientos que darán fruto.
Por eso, en voz del fraile capuchino: “Que Dios se haga presente en cada cultura es algo sumamente especial, porque estas religiosas sirven de instrumento para que Jesucristo se haga wayúu, para que Jesucristo se haga yukpa y para que Jesucristo se haga Barí, internándose con ellos y mostrándoles la maravillosa riqueza del evangelio”.