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Cuando nos visita la muerte

GUADALUPE ARBONA
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Miriam Díez Bosch - publicado el 23/08/17
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Testimonio de Guadalupe Arbona sobre el cáncerLa mirada de la profesora de literatura comparada en la Universidad Complutense de Madrid, Guadalupe Arbona, después de su experiencia por el cáncer, es muy potente. No la conocí antes de esta experiencia. Ojos intensos, mirada profunda, curiosa, herida y salvada al mismo tiempo. Su testimonio es muy útil para quien haya pasado por este trance. Lo ha dejado por escrito en Editorial Encuentro. En esta entrevista, Guadalupe, que es miembro del movimiento Comunión y Liberación (CL), abre su alma.

¿Necesitamos la proximidad de la muerte para revisar nuestra vida?

No lo sé. No creo que la muerte en sí misma, que siempre es repugnante, traiga nada, pero es verdad que el límite que pone delante hace emerger el valor de lo que se vive.

Pero vamos a mi caso concreto para que estas cosas no suenen a huecas. No quiero dejar de contar cómo recibí la noticia de la enfermedad que amenazaba mi vida. En septiembre de 2015, salí de la anestesia de una prueba rutinaria, echada en la camilla y todavía algo adormilada, vi la cara del médico seria, muy seria, le pregunté si era cáncer y el médico me dijo que sí. Fue seco y rotundo. Yo también lo fui en mi pregunta. No quería medias verdades.

La noticia de que tenía cáncer hizo que saliese lo que era más querido para mi, y para mi sorpresa, lo que vino a mi conciencia, desde el primerísimo instante en que lo supe, fue el que yo era querida por Otro. En esos momentos no cabe el engaño, no se improvisa, no hay impostura posible, no se puede maquillar la experiencia.

Recordé una noche del 1985 en la que se me había impuesto, a través de la convivencia estrecha con unos amigos, el hecho de ser querida por una Presencia que me había creado y que me daba la vida. Treinta años más tarde se ponía a prueba, de una manera muy radical, si la circunstancia del dolor era también para comprender el designio del Misterio sobre mí. Así se lo dije a mis hijos al llegar a casa, consciente de que tenía que descubrirlo en lo que cada día me trajese.

Después del año y medio de hospitales, de operaciones, de tratamientos agresivos, etc. puedo decir que no hay lamento. Hay días que me miro al espejo y veo que el sufrimiento ha dejado sus huellas físicas, y pienso ‘es evidente que he envejecido, que ahora tengo achaques y padezco los efectos secundarios de los tratamientos’, pero no es toda la verdad porque también he ganado en estima por las cosas y las personas, en apertura hacia lo que sucede; ahora tengo más ganas de descubrir el significado de lo que veo, toco, enseño, escribo. Estos meses han abierto las compuertas del deseo de significado y también he visto la miseria que soy, la inmensa fragilidad que, afortunadamente, ha sido rescatada para un plan bueno.

¿En qué la ha cambiado la situación de enfermedad que ha vivido?

En dos cosas. Ha cambiado mi mirada, ahora es más transparente. Es como si hubiesen caído muchos velos, muchas presunciones, inquietudes, prejuicios, angustias, escepticismos… esa especie de pantallas que ponemos sobre las cosas que nos aísla y nos llena de rabia porque lo que hacemos es separarnos de lo que ocurre.

La enfermedad me ha descubierto que toda la realidad se hace amable, deseable en lo cotidiano y en los grandes acontecimientos, cuando se vive como dada, y el primer dato es que yo no me doy la vida a mí misma, otro la hace posible cada instante.

En segundo lugar, he ganado en curiosidad. Al ver lo que he descubierto en este tiempo de prueba, que ha sido mucho, se ha renovado el deseo de conocer lo que me espera, cómo se va a ir cincelando mi vida al hilo de lo que se me vaya poniendo delante. Tengo la seguridad de que el Misterio está en lo cotidiano; y también en lo que afecta a los pueblos y a lo que pasa en el mundo: no puedo callarme la conmoción que todavía tenemos todos por los atentados en Cataluña hace pocos días y cuánto hemos sentido el zarpazo de la violencia y la nada.

En estas jornadas he caído en la cuenta de la diferencia con la reacción que provocaron en mí los atentados de Atocha en 2004. Aquellos me quebraron el cuerpo y me llevaron a buscar la experiencia del Crucificado. Los de Cataluña me han dolido igual o más, pero además me he dado cuenta de que, en medio del dolor, nace un deseo pertinaz de que sean las razones de una vida las que construyan nuestros pueblos y contribuyan al bien común, que la vida de cada uno de nosotros es una respuesta al terror.

Y así veo que soy la misma y no soy la misma, es decir avanzo, doy pasos hacia delante. Veo que crezco, y por eso aumenta mi curiosidad, mi esperanza respecto al futuro, en términos cristianos.

¿Le quedan muchas puertas por abrir?

Sí, muchas. Soy una mujer nacida y crecida en el siglo XX y por eso tiendo a pensar en mí misma como autosuficiente y autónoma. Como si no hubiese puertas que abrir porque las cosas ya tienen el orden que yo les puedo dar. Pero lo que me traen las nuevas generaciones, mis alumnos, los jóvenes, los millenials, es un sentido de la fragilidad y de lo incompleto que es más concorde con lo que soy. A este sentido de pobreza y necesidad le debo mucho, por eso me considero afortunadísima de poder convivir diariamente con jóvenes. Al sentido de que esas puertas abiertas no son maldiciones se lo debo a mi experiencia humana de estar acompañada. No quiero vivir como si las puertas fueran puertas peligrosas, no coincido con el refrán castellano que dice: “casa de dos puertas mala es de guardar», advirtiendo de amenazantes aperturas.

¿Hay alguna que no ha cerrado?

No, yo no quiero cerrar puertas para que la casa esté guardada, prefiero coincidir con la cita de Raymond Carver de la que he sacado el título: «Today my heart like the front door stands open for the first time in months» (“Hoy mi corazón como la puerta principal está abierta por primera vez después de meses»).

Es verdad que a veces pienso ‘¡madre mía, una puerta más!’ sobre todo cuando tiene la cara del dolor del mundo, de la pobreza, de los que sufren…pero cuando me descubro abriendo una rendija veo la corriente de vida que llega y me enriquece.

Y sí, rotundamente, aspiro a esa pobreza fundamental del que no tiene nada excepto ese deseo de abrir puertas.

¿La literatura tiene capacidad salvífica y de consuelo?

Siempre digo que Puerta principal -las notas que he escrito durante este tiempo- nacieron como una flor que sale de entre los ladrillos, en una esquina del pavimento en la que ha quedado un resto de tierra. Por esa rendija sale la flor silvestre, sin que nadie sepa quién la ha sembrado, ni regado, ni cuidado.

Nace de entre la dureza del cemento y los ladrillos, y la ve el paseante atento cuando se sorprende porque hay una esquina colorida que quiebra la grisura general. La flor irreductible se impone porque es vida. Pues así han nacido estas palabras, sin haber sido previstas, ni programadas. Solo he ido escribiendo lo que en esos días me atraía o dolía: sentimientos, lecturas, impresiones, conversaciones… A propósito de la metáfora de la flor, me viene a la cabeza la novela de Elsa Morante, “La historia”. Cuenta una historia que siempre me ha impresionado. Describe los últimos momentos de un personaje que va a morir en un campo de concentración y en el instante antes de que le maten descubre una flor silvestre en la pared. Se conmueve. Arranca la flor con los dientes, la escupe y la pisotea. En el último momento de la vida, predomina el odio.

Para mí ha sido justo lo contrario, las palabras han salido como esa flor que nadie esperaba, me han conmovido a mí en primer lugar, y cuando he visto que también llegaban a otros, las he ordenado, he trabajado con Guillermo Alfaro para ponerle unas ilustraciones… Ahora es un libro gracias a Ediciones Encuentro.

Pero contestando a tu pregunta con más propiedad, sí, me han consolado y mucho. No me han salvado porque las palabras no salvan sino que relatan una experiencia de salvación. Lo grande es que ahora, una vez probado el gusto de darse en las palabras, y en especial, del diario literario, o de lo que los anglosajones llaman la bondad del «Life Writing», sigo escribiendo. Es como si, descubierta esa flor silvestre, quisiese encontrar más flores.

En su libro sale mucho la presencia, la compañía, la pregunta sobre “quién va a estar aquí en los momentos más duros”. ¿Por qué cree que surge tanto esta presencia-necesidad?

Sí, es verdad. No llega a ser un diálogo con Dios, como el espléndido de Flannery O’Connor que estoy ahora leyendo. En él la escritora norteamericana se dirige directamente a Dios: «Dear God…», así comienza cada página de ese diario. Yo no hice eso, y tu pregunta me ayuda a verlo más claro, yo dejé caer en estas palabras la pobreza, la necesidad, la fragilidad e incluso rebeldía ante las cosas que iba viendo y me descomponían o dolían.

Algunos críticos me han dicho que soy demasiado pudorosa en contar el dolor, y es cierto no he contado todos los detalles. No es mi estilo hacer de una vomitona unas páginas literarias, como hace Knausgard en “Mi lucha”, o de una incontinencia estomacal una tierna descripción de la enfermedad de su padre, como hace Philip Roth en “Patrimonio. Una historia verdadera”.

Creo que cuando hablo de los días en los que el aire que respiraba era como el plomo digo muchas cosas, o ese otro en el que la amenaza de la tormenta me hacía esconderme en el abrigo verde, refugiarme, intentar desaparecer, ahí creo que también sugiero mucho. O a lo mejor no he acertado y queda escondido para los lectores… No lo sé…

Pero ya que me preguntas con tanto acierto, sí, la lucha que está en el fondo de “Puerta principal” es con mi propio corazón que gritaba a veces desde la angustia, otras desde la ternura de una espera que intuye que a quien se anhela va a llegar. El grito y la espera es la que antecede a su dulce Presencia. No es sólo un diálogo sentimental porque lo que esperaba, y sigo esperando, es que Jesús me dé las razones y la inteligencia para poder vivir.

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