Cómo un anillo de bodas en el sitio erróneo condujo al descubrimiento de una sencilla técnica que todas las parejas deberían probar
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No puedo recordar ahora por qué estaba tan irritada con mi marido. Pudo haber sido nuestra perspectiva diferente sobre la educación de los niños, que yo me sintiera incomprendida o cualquier otro problema, grande o pequeño. De todos modos, ¿acaso la mayoría de las discusiones maritales no son siempre un refrito de los mismos problemas de siempre?
Sí recuerdo estar molesta y, luego, mirarme las manos y sentir que pasaba algo extraño. Vi mi anillo de bodas, una fina alianza de oro, sola en mi mano derecha, no en la izquierda. No lo recuerdo, pero en algún momento de mi fastidio y enojo, debí de haber sacado el anillo de mi mano izquierda y lo puse en la derecha, sin siquiera darme cuenta de lo que estaba haciendo.
Mi anillo de bodas —la alianza de oro que mi padre dio hace 55 años a mi ya difunta madre— normalmente hace compañía a mi anillo de compromiso en el dedo anular de mi mano izquierda. No me los quito para ducharme ni para dormir ni limpiar. Así ha sido durante los casi 20 años que mi marido y yo llevamos casados. Sentirlos en mi mano, sentir su peso, es algo tan familiar que ya ni siquiera noto que los llevo.
Normalmente.
Hasta ese día que mi alianza de bodas saltó a la otra mano. Y me di cuenta. Y revisé mis motivos. ¿Era un gesto pasivo agresivo? ¿Estaba intentando decir que ya no quería seguir casada? O quizás: “Sí, claro que seguimos casados, pero tú te has pasado de la raya”.
No estoy segura.
Pero la experiencia me llevó a reflexionar sobre el matrimonio, la autocomplacencia y cómo podemos llegar a acostumbrarnos a casi todo. No podría recordar la última vez que había pensado tanto sobre nuestro matrimonio.
La madurez de la vida, los trabajos, las tragedias personales y la educación de un adolescente y un bebé al mismo tiempo dejaban poca energía para centrarnos en lo que supuestamente debía ser la relación fundamental en nuestra familia.
Con tanta experiencia vital, buena y mala, en nuestras mochilas, era difícil recordar siquiera a aquellos dos universitarios que se conocieron y enamoraron hace años, mucho más difícil el comprobar qué tal iban sus deseos, necesidades y sueños.
Las preocupaciones diarias y mundanas impedían que pensara en mí misma como la pareja de mi marido en cualquier sentido significativo más allá de la práctica de recoger a los niños, dividir las tareas y asegurarme de que el patio estaba limpio antes de que se quejaran los vecinos.
Si vieran desde fuera la forma en que repartíamos nuestro tiempo y dinero, pensarían que los niños, los deportes, la iglesia, los amigos, las mascotas e incluso nuestra casa tenían prioridad sobre nuestro matrimonio. La compra de comestibles siempre estaba al día. Los coches tenían sus inspecciones y su mantenimiento de forma regular. Pero nuestro matrimonio seguía en gran parte ignorado.
Del mismo modo, mi anillo de bodas, ese atesorado símbolo de unidad y compromiso, pasó también desapercibido hasta que lo cambié a la otra mano. Su nuevo emplazamiento me produjo una sensación diferente, una mayor consciencia de él.
Me recordó a cuando mi marido y yo nos prometimos. La sensación de tener un anillo de compromiso era algo tan nuevo y prometedor, igual que nuestro amor, que no podía dejar de mirarlo. Daba reflejos brillantes que captaban mi atención cuando hacía gestos con mis manos. Sentía su peso al despertar por las mañanas. En aquellos días, me parecía un placer buscar maneras de que mi prometido se sintiera valorado y querido.
Decidí dejar mi anillo de bodas en mi mano derecha durante unos cuantos días más para ver qué sensaciones surgían. En medio de los ajetreos diarios, susurraba: “Estoy casada”. Y me llevaba a preguntarme: “¿Qué he hecho hoy por el bien de mi matrimonio?”.
Dios sabe que no me sentía capaz de dar nada más a nadie más. He mencionado que soy madre de un adolescente y de un bebé, ¿no? Y uno de nuestros perros es un cachorro. Me sentía totalmente gastada.
Pero sí podía escribir rápidamente un mensaje a mi marido: “Gracias por llevar a Margaret al colegio hoy”, o “Eres un padre maravilloso”, firmado con besos y corazones. Sí podía desconectarme de Facebook más a menudo. Sí podía acercar mis pies fríos a través de nuestra cama XXL para encontrar un lugar donde calentarlos cerca de él. Estas acciones, en vez de arrebatarme las energías del día, las añadían.
No sucedió nada dramático y devolví el anilló a mi otra mano, aunque cada pocas semanas lo vuelvo a cambiar.
Ser consciente del anillo me ayuda a recordar que los niños, los perros, la casa, incluso la lista de la compra, no estarían ahí de no ser por dos personas que se enamoraron. Me recuerda que el cuidado y la consideración en forma de palabras cariñosas y de dar prioridad a alguna necesidad de mi marido no es algo que haya que reservar para los aniversarios; que ser pareja es algo que va más allá de lo práctico.
Me encanta la literatura, pero no quiero que mi vida sea como en mis novelas favoritas de Jane Austen o los teatros de Shakespeare donde la boda es la culminación de la historia de amor, y luego fin de la historia. Nos quedan muchos años que vivir. Así que a veces cambio de mano mi anillo de bodas. No porque mi marido y yo estemos disgustados, sino porque quiero ser más consciente de mi parte en esta historia que continúa.
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