El criterio para considerar los Evangelios canónicos no era el capricho de una élite, sino el serio reconocimiento de su origen como vinculado directa y realmente a un apóstol o discípulo del mismo, acreditado a su vez por las otras comunidades cristianas
Hay un gusto creciente por las versiones no oficiales o no autorizadas de los hechos. Lo no dicho, lo oculto, aunque sea falso, suena interesante y atractivo. Las teorías sobre conspiraciones fascinan, la información pseudohistórica abunda en internet. Lo misterioso y extraño tiene mayor público que los buenos libros de historia.
Y en los últimos años ha resurgido un gran interés por los documentos antiguos y especialmente “evangelios apócrifos”, interés motivado en buena medida por el deseo de hallar en ellos misteriosas verdades que las Iglesias habrían ocultado por miedo a que sea descubierta “la verdad sobre Jesús” o que “la Iglesia se derrumbe en sus creencias”.
El tema de los “evangelios apócrifos” está rodeado de mitos y prejuicios, que muchos dan por veraces sin tener siquiera noticia acerca de los propios apócrifos. Todavía se suelen confundir en muchos artículos periodísticos los manuscritos encontrados en Qumrán, que son en su mayoría de la secta judía de los esenios, con los evangelios apócrifos. Sin embargo, nada tiene que ver Qumrán con los evangelios gnósticos de Nag Hammadi.
Otros -como Brian Weiss- afirman que el Concilio de Nicea sustrajo ciertos textos sobre la reencarnación, o que se eligieron evangelios y se desecharon otros. Sin embargo, la fe judeocristiana jamás creyó en la reencarnación, y el Concilio de Nicea no eligió evangelios.
Los evangelios cristianos
Los cuatro evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son los aceptados por el cristianismo (no solo por católicos, sino por todas las Iglesias cristianas), desde comienzos del siglo II ya, como fuente cierta y segura de revelación. Se les llama “canónicos”.
Se denomina “apócrifos” –a veces peyorativamente- a los considerados como ajenos a la tradición cristiana. El término apócrifo (del griego: oculto o secreto) fue usado por los mismos autores de estos textos “ocultos”, dando así a entender su carácter esotérico, reservado a una élite de iniciados en sus misteriosas doctrinas. No se les llamó “ocultos” por estar escondidos, sino por su origen esotérico y luego se hizo costumbre identificar apócrifo con no canónico, no inspirado, falso, etc.
Los cuatro evangelios canónicos, que son regla de fe para los cristianos, y son considerados como inspirados, fueron escritos durante la segunda mitad del siglo I. Estos escritos pertenecen a las comunidades cristianas de los primeros testigos, tienen un origen apostólico y eran de uso generalizado en los primeros siglos de la era cristiana.
No fueron cambiados ni corregidos, y esto lo sabemos porque se dispone de gran cantidad de copias y traducciones hechas en la antigüedad.
También se poseen escritos de autores de los primeros siglos que citan y comentan estos textos, lo cual nos permite comparar y ver la fidelidad en la transmisión hasta nuestros días. No sería posible ocultar algo que fue dado a conocer desde el principio.
Además, el criterio de canonicidad no era el capricho de una élite, sino el serio reconocimiento del origen de tal o cual evangelio como vinculado directa y realmente a un apóstol o discípulo del mismo, acreditado a su vez por las otras comunidades cristianas que servían de referentes por estar conectadas también con un origen apostólico.
En el Concilio de Trento (siglo XVI) se define dogmáticamente el canon actual de la Biblia, pero ya desde el siglo IV hay elencos completos de los libros canónicos (Concilio de Cartago, 397), y el decreto Gelasiano del Sínodo de Roma (383) es el primer documento romano autorizado con la lista completa del canon.
Ya a finales del siglo II, Ireneo de Lyon defiende la canonicidad de los cuatro evangelios canónicos frente a las sectas gnósticas.
Por lo tanto en los comienzos mismos de la Iglesia, los cuatro evangelios canónicos y las cartas de san Pablo eran considerados como auténticamente inspirados y con autoridad apostólica.
Por otra parte, en la época del Canon Muratoriano -que data aproximadamente del 190 DC- el reconocimiento de los cuatro evangelios como canónicos y la exclusión de textos gnósticos era un proceso que se encontraba ya sustancialmente completo.
En el siglo XVI, la Reforma Protestante, en una deseada vuelta a las fuentes, aceptó el canon de la Biblia hebrea, que no contiene algunos libros incluidos en la traducción griega de los Setenta (LXX), la cual se usaba en la primitiva comunidad apostólica.
Si bien la Biblia católica incluye 7 libros más del Antiguo Testamento en comparación con las protestantes, en lo concerniente al Nuevo Testamento, todas las tradiciones cristianas han mantenido los 27 libros canónicos que hoy conocemos.
Claramente los textos gnósticos, por no ser cristianos, nunca formaron parte de la lista de libros revelados y auténticos entre los cristianos de todos los tiempos.
Los evangelios gnósticos
Existen otros textos, escritos entre finales del siglo II y comienzos del siglo V que se autodenominaron “evangelios”, y que tienen por autores a miembros de distintas sectas gnósticas de la antigüedad y de otros grupos pseudocristianos, autores que aparecen con el nombre de apóstoles o de personajes evangélicos –aunque sin conexión histórica con los mismos-, como: Tomás, Pedro, María Magdalena, Santiago, Felipe, Andrés, Judas, Bernabé, etc.
Usaban el nombre de un apóstol para darle mayor autoridad a esos textos tardíos, y no tenían ninguna relación con las comunidades apostólicas. Es decir: el verdadero autor de un apócrifo determinado elige figurar con el nombre de un apóstol que en realidad vivió siglos antes.
Estos textos, como no podía ser de otro modo, fueron rechazados por las comunidades cristianas desde sus comienzos, ya que no sólo presentaban a un Jesús moldeado según la fantasía de las doctrinas gnósticas y esotéricas- sino que sus contenidos eran irreconciliables con lo transmitido oralmente y por escrito por los testigos de las primeras comunidades cristianas.
Apenas unos pocos escritos apócrifos judeocristianos –algunos contaminados de gnosticismo- influyeron en la liturgia, en historias populares, y en el arte, pero nunca entraron en el canon.
Aunque se los llame ocultos (apócrifos), no están escondidos en ninguna parte, ya que se pueden adquirir, desde hace ya varios años, en cualquier librería que tenga textos religiosos. Son de conocimiento público, estudiados por historiadores de las religiones y teólogos.
Y los originales tampoco se hallan en algún lugar secreto del Vaticano –como suele escucharse-, sino en diferentes museos. El evangelio apócrifo “de Tomás”, por ejemplo, que es un texto posterior al año 150, se encuentra en el Museo de El Cairo, en Egipto, desde su hallazgo en 1945.
Estos textos nunca serán aceptados por el cristianismo, sencillamente porque son extraños a su historia e identidad, a sus raíces y su fuente. La mayoría de ellos nos muestra a un Jesús reinventado por las sectas gnósticas y esotéricas que mezclaban doctrinas de religiones orientales con la fe de la Iglesia primitiva, con elementos de la literatura apocalíptica judía (apócrifa), con la filosofía pitagórica, con el neoplatonismo y con los mitos egipcios.
Sencillamente no son evangelios cristianos, aunque se llamen “evangelios”, ni tienen por autor a ningún apóstol o sucesor directo del mismo.
El hallazgo de un evangelio apócrifo (gnóstico) interesa para conocer el gnosticismo antiguo, pero no afecta a la fe cristiana.
Literatura cristiana primitiva extra bíblica
En la tradición cristiana existen también textos primitivos, de autores de gran importancia, que no fueron rechazados y se usaron para la enseñanza. Sin embargo no entraron en el canon y son poco conocidos.
Muchos de ellos nos muestran interesantes datos sobre el cristianismo primitivo, sus celebraciones, sus creencias y enseñanzas, y no por ello se los integró al canon de la Biblia, ni tampoco se los escondió en ningún lado: la Didakhé o Enseñanza de los Apóstoles, Pastor de Hermas, Carta de Bernabé, 1ª Clemente (96 d.C), etc.
Los evangelistas no quisieron escribir una biografía de Jesús, no fue ésta su intención. Ellos entregaban a sus comunidades la verdad del acontecimiento Jesucristo como fundamento de su fe, el testimonio de lo vivido y la enseñanza concerniente a la salvación. Su objetivo no fue hacer un documental, sino testimoniar y transmitir lo recibido fielmente.
La misma fe les obligaba a la más estricta fidelidad a los hechos. Incluso llegaron a morir por ella. Con razón decía Pascal: “Creo de buen grado las historias cuyos testigos se dejan degollar”.
¿Una conspiración de 2000 años?
A raíz de la amplia difusión de literatura esotérica, los evangelios apócrifos y novelas como El Código Da Vinci, no son pocos los que se unen al cultural prejuicio anticatólico y afirman que la Iglesia conspiró para ocultar estos textos a lo largo de la historia.
Pero con un poco de sentido común, vemos que todos los cristianos -un quinto de la humanidad-, tanto católicos, como ortodoxos, el protestantismo histórico, anglicanos, bautistas, metodistas, evangélicos y pentecostales, coinciden en los 4 evangelios canónicos del Nuevo Testamento como fuentes fieles de revelación, en la divinidad de Cristo, en la resurrección, y en la mayoría de las verdades fundamentales de la fe cristiana, transmitida por los apóstoles y sus sucesores.
Sería una ilusión pensar que la Iglesia católica oculta cosas mientras el resto del cristianismo permanece ingenuo y acrítico ante la verdad sobre Jesucristo y los Evangelios. Esto obligaría a pensar en una conspiración de todo el cristianismo mundial a lo largo de 2000 años –no solo de católicos- por ocultar tantas cosas sobre Jesús. Es insostenible algo así. ¿Nadie se dio cuenta antes de un engaño tan grande?
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