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Por qué prefiero la ingenuidad a la desconfianza

Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/06/17

Me dan miedo esas intrigas que envenenan el corazón y acaban con la mirada positiva sobre la vida

El otro día alguien comentaba: “El peor pecado es la ingenuidad”. No lo sé muy bien. No lo tengo claro. Entiendo por ingenuidad una mirada limpia que no busca segundas intenciones. Un corazón puro que no piensa mal continuamente. Y a veces se equivoca, porque no ve debajo de la apariencia, y no descubre intenciones ocultas en declaraciones sencillas.

Tal vez peco de ingenuo. Lo entiendo. Puede que por mi ingenuidad me deje engañar o confundir. Pero mi ingenuidad no es el pecado. Es más bien un don, una gracia. Veo que el pecado es la consecuencia de mis actos cuando no percibo el engaño y me dejo llevar. O el pecado de los que no ven la vida con la misma ingenuidad.

Admiro a los ingenuos. Lo veo como una gracia. Por eso, pudiendo elegir, elijo pecar de ingenuo. Entiendo que el cielo de Jesús está lleno de almas ingenuas. Que no percibieron el peligro. Que han caído y han sido tentadas. Tal vez no fueron capaces de descifrar intenciones ocultas.

Pero prefiero un mundo así que un mundo en el que abunden la envidia y la intriga. Ese sí es el peor de los pecados. Porque divide. Porque separa.

Leo en Santiago 3,16: “Donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía”.

Me atrae ese Espíritu que limpia el alma, purifica las intenciones, acaba con las envidias. La envidia surge en el corazón que no se ama. En las almas que viven comparándose, en tensión con el mundo. Peleando. Luchando. Me asusta ser así y caer en las intrigas. ¡Cuánto mal hacen!

Me dan miedo esas intrigas que envenenan el corazón y acaban con la mirada positiva sobre la vida. No quiero la intriga. No quiero la envidia.

Deseo la ingenuidad del que no juzga ni condena. La ingenuidad del que lo mira todo con mucha paz, con alegría. Sin entrar a juzgar. Sin caer en la mentira, en el engaño, en la intriga. Sin hablar mal de los otros. ¡Cuánto me gustan las personas que nunca critican, que siempre piensan bien, y son positivas! Creo que es un don del Espíritu que le pido todos los días.

El Espíritu me enseña que sólo amando vale la pena vivir. No quiero que pase Pentecostés y me olvide del fuego sobre mi cabeza, en lo más profundo de mi corazón. Un amor que viene de lo alto y me penetra. Una nueva forma de amar que tengo que conocer. El viento del Espíritu sopla con fuerza en mi pecho. Noto su abrazo en mi espalda.

No quiero que se me escape de mis manos la fuerza de su presencia. No quiero que se acabe la Pascua de golpe y me olvide de cincuenta días sagrados que Dios me ha regalado para cambiar de vida. Para aprender a amar de verdad. Me gusta el fuego de la Pascua. La luz y la esperanza del camino del Espíritu en su Iglesia.

Reconozco que me cuesta vivir lo cotidiano. Lo ordinario, lo de siempre. Me cuesta amar en la sencillez de la vida que se entrega. Allí donde no hay brillo ni misiones extraordinarias. Donde no sopla el viento huracanado que hace temblar los cimientos de mi casa. Y sólo sopla una brisa suave que acaricia mis paredes. Me abruma la cotidianeidad de cada hora, lo común de cada día.

Prefiero tal vez la fiesta de la Pascua. Lo que sucede en un momento de gloria. Me atrae el Espíritu que irrumpe con su fuerza en medio de los hombres, en medio de mi vida. Y no tanto la repetición monótona de un “te quiero”. Me gusta más la alegría del domingo que la sonrisa de un día de diario.

Me impresiona el sí primero a la vocación en medio de otro camino, un cambio radical de vida. Más que la fidelidad constante de un sí, un amor de a pie, de andar por casa. Quiero a veces encontrar motivos para celebrar en medio mi vida. Un día de fiesta. Un motivo alegre. Una razón más para entregar la vida.

Pido que venga el Espíritu a mi cenáculo y me dé una razón más para la fiesta. Quiero que sople el Espíritu que todo lo cambia con su fuego. Necesito esa luz, esa mirada de Dios sobre mi vida, ese amor que se abaja desde lo eterno. Quiero que me regale un corazón puro, de niño, ingenuo.

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