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¿Iremos al cielo?

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Juan Barbudo Sepúlveda - publicado el 03/06/17
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Para eso estamos hechos: para el cielo y no para quedarnos en la tierra

Para eso estamos hechos: para el cielo y no para quedarnos en la tierra

¿Iremos al cielo? Es una pregunta que todos nos hacemos muchas veces a lo largo de la vida. ¿Qué pasa después de la muerte? ¿Todo acaba aquí?
Los pastorcillos de Fátima -Lucía, Francisco y Jacinta- le hicieron la misma pregunta a la Virgen cuando se encontraron con ella hace ya 100 años.
Esa Señora “tan bonita”, como la describieron ellos, se les apareció para entregarles una misión: orar, hacer sacrificios por los pecadores y rezar todos los días el Santo Rosario.
Eran niños de entre 6 y 9 años y, sin embargo, tenían un corazón capaz de entender que la Virgen lo que quiere es llevarnos a todos al cielo y para eso necesita de nuestra ayuda.
Tal vez, la Virgen se revolvía en el cielo mirando nuestro mundo: las injusticias, el odio, las guerras, la violencia… y decidió bajar para recordarnos el sueño que Dios tuvo con cada uno de nosotros, la meta tan gloriosa a la que todos estamos llamados.
La Virgen se hartó de tanta indiferencia y decidió aparecerse a estos niños para recordarles y recordarnos que no nos quedemos cruzados de brazos, que todos somos del cielo y para el cielo.

La Virgen y su deseo

La Virgen les aseguró a ellos que sí que irían al cielo. Y ya están en el cielo. Es probable que si nosotros se lo preguntamos también ella nos diga que sí, que estamos llamados para el cielo y que Dios sueña con vernos a todos en el cielo junto a Él.
Para eso nos ha creado, para eso estamos hechos: para el cielo y no para quedarnos en la tierra.
 
Tenemos la prueba de ello en la vida de Jesús que, siendo Dios mismo, baja a la tierra y comparte nuestra realidad terrenal.
Nos enseña a vivir como Hijos de Dios y como hermanos, nos regala su cercanía y su amistad, nos enseña a sufrir y a cargar con nuestra propia cruz.
Nos invita a ensanchar el corazón y a mirar la vida con los ojos del corazón. Comparte todo lo nuestro, incluso la muerte, para llenarlo de vida, para elevarlo hacia el cielo. Por eso Jesús se vuelve al cielo, retorna a los brazos de su Padre.
 
Ya no es el mismo Jesús que antes de bajar a la tierra. Ahora está herido, lleno llagas y de sangre.
No las esconde a los ojos de su Padre. Se deja abrazar, se deja querer por el Padre. Son las llagas que nos salvan, es la sangre preciosa que nos mereció el cielo.
 
Jesús, en su ascenso a los cielos, rompe nuestras ataduras con este mundo, nos abre el camino hacia el cielo. Sus llagas gloriosas son las llaves del paraíso.
 
El camino de Jesús hacia el Padre es también nuestro camino. Él sube al Padre para indicarnos el camino.
Su ascensión no es una huida. No se va para desentenderse, sino que para comprometerse con nuestra causa, con nuestra salvación.
 
Seguro que Jesús ha tenido mucho que ver con las apariciones de su madre en Fátima. Desesperado de ver nuestra humanidad perdida y nuestro corazón de piedra ve bien que su madre vuelva a tomar cartas en el asunto, como en Caná de Galilea.
 
Hay que moverse. Hay que hacer algo para que el hombre no pierda su ruta hacia el cielo.
Esta autopista hacia el cielo ya está abierta pero no todos la están usando. No todos están pagando el peaje.
 
La Virgen en Fátima nos vuelve a recordar el camino:
 

1. Lo primero es volver a nacer de nuevo pero en el Espíritu.

Recuperar ese corazón de niños como el de los pastorcillos. Confiar en Dios y en sus planes. No pretender controlarlo nosotros todo.
 
Jesús ya se lo dijo a sus apóstoles antes de subir al cielo: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad”. Qué fácil es ser como niños y confiar como tales en Dios, y qué difícil es ponerlo en la práctica todos los días…
 
Nos empeñamos en ir a nuestra bola. En hacer nuestro propio camino sin preguntarle a Dios. Caemos en la tentación de querer ser como Dios. Jesús nos quiere niños. Por eso vuelve al Padre: para recordarnos que nuestra esencia como seres humanos es ser Hijos. Por eso no regala a su Madre, para que seamos niños en su regazo.
 

Lo segundo es amar. En todo amar y servir.

A estos niños pequeños la Virgen les confía el amor a la humanidad: “rezad por los pecadores, haced sacrificios por la salvación de las almas”. No deja de ser insólito que la Virgen le confíe a esos niños una tarea tan pesada y tan grande.
 
Ellos lo cumplen con creces con una entrega heroica. Rezan, se sacrifican, renuncian a muchas cosas por amor a la humanidad caída, por amor a Jesús.
 
Ese es también el mandato de Jesús a sus apóstoles y a nosotros. Él no soporta que nos quedemos impávidos sin hacer nada por los demás:
“a cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”.
 
Jesús nos abre las puertas del cielo, para que miremos la tierra con los ojos de Dios y nos comprometamos con ella, para hacer una familia de hermanos. No quiere que nos quedemos pasmados mirando el cielo sino que construyamos un mundo nuevo a imagen del cielo. Nos estamos en este mundo para competir, sino para compartir y vivir cada instante con pasión y con amor.
 
Los pastorcillos de Fátima acuden a cada encuentro con la Virgen de rodillas y se postran ante esta Señora llena de Luz cada vez que se les aparece. Como los apóstoles, que se postraron ante Jesús antes de que subiera a los cielos. Esta actitud nos demuestra la grandeza de nuestro Dios al lado de nuestra pobreza humana.
 
Esta actitud humilde ha de ser la nuestra en todo momento. Nuestra vida está llamada a ser una alabanza a Dios por su grandeza, por su belleza, por su vida. Nuestra vida ha de girar en torno a Dios, que Él sea el centro en todo momento y no el “yo”. Nuestro sitio es ser creatura, hijo.
 
Por eso es fundamental reconocer a Dios como Señor de nuestras vidas, a la Virgen como nuestra Señora y dejarles que ejerzan como tales. Dejar que Dios sea Dios. Postrarme siempre ante su presencia porque me lo ha dado todo y me llama a ser feliz.
 
Jesús entra en el santuario del cielo e inicia un nuevo camino con nosotros que ya no es perceptible a los ojos humanos, pero sí a los ojos del corazón. Es el camino en su Espíritu. Nuestro corazón se inunda de su luz y de su amor. Esa misma luz que la Virgen le regala a los pastorcillos de Fátima.
 
Iremos al cielo…
 
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