Los santos Jacinta y Francisco nunca se quejaban en medio de su enfermedad y siempre pensaban en los que sufrían y en Jesús al que querían consolar. Ofrecían todo
La semana pasada el papa Francisco canonizó en Fátima a los pastorcillos Jacinta y Francisco.
Decía: “Tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a Jesús oculto en el Sagrario”.
Me conmueve pensar en Francisco y Jacinta. Esos dos niños conmovidos por el amor de una Madre que les había mostrado toda su belleza. Tienen el corazón abierto. Se dejan cuidar por María como su Madre espiritual. Sus vidas cambian.
El papa Francisco comenta: “En Fátima la Virgen ha escogido el corazón inocente y la simplicidad de los pequeños Francisco, Jacinta y Lucía, los depositarios de su mensaje. Estos niños lo han acogido dignamente, y son reconocidos como testigos fiables de las apariciones, convirtiéndose en modelos de vida cristiana”.
Estos dos niños, siendo tan pequeños, se convierten en modelo de vida cristiana. Modelo para todos los cristianos. Modelo siendo los niños más pequeños canonizados sin haber sufrido el martirio. Modelo por su forma de mirar, de vivir, de sufrir y enfrentar la enfermedad. Por su mirada pura. Por su inocencia intacta. Por su fortaleza en el dolor.
Nunca se quejaban en medio de su enfermedad. Y siempre pensaban en los que sufrían y en Jesús al que querían consolar. Ofrecían todo por ellos. Sus dolores, sus renuncias. Cargan así sobre sus débiles hombros el mundo entero. Saben que lo que ellos no aporten no lo hará nadie en su lugar.
Me conmueven su mirada inocente, su fortaleza, su alegría y su pasión. Siguen siendo niños pero ya son adultos maduros en la forma de vivir su fe. Y ven el cielo reflejado en la tierra. Descubren el paso de Dios caminando entre ellos. Gracias a las apariciones cambia su vida para siempre, su percepción del mundo.
Hoy vivo en un tiempo en el que pienso que el cielo puede esperar. Está muy lejos de la tierra, de mi vida, de mi realidad. Puedo vivir tantos años aquí sin pensar en la eternidad. Más de cien incluso, si me cuido, si conservo la salud.
Tantas personas viven pendientes de todo lo que les hace bien, lo que mejora su forma de vida, lo que prolonga su juventud. No piensan en el cielo. Está muy lejos. Pero siempre llega.
Una y otra vez tropiezo con la muerte de seres queridos. Me toca acompañar el dolor provocado por la pérdida. No importa la edad del que parte. Siempre duele la separación.
Me conmueve la partida de jóvenes que mueren de forma inesperada. O el repentino adiós de personas que estaban en la plenitud de su vida y la enfermedad se las lleva sin previo aviso. Me conmueve la proximidad de esa muerte que quiero ver tan lejos. De ese final al que cierro la puerta con miedo. Me aturde la proximidad del cielo. Lo desconocido me asusta.
Y tal vez quiero una vida eterna aquí en la tierra. Sin muerte ni dolor. Sin sufrimiento, sin límites. Prefiero este lugar que ya conozco. Me asusta el cielo desconocido. ¡Se apega tan fácilmente mi corazón al mundo!
Y veo a estos niños que saben entregar su corta vida con alegría, pensando en Jesús que sufre y en los pecadores que necesitan conversión. Renuncian a los placeres inmediatos. Aceptan con alegría cualquier sacrificio. No se asustan ante el final de sus días en esta tierra. No se rebelan contra una enfermedad injusta.
El encuentro con esa bella mujer los ha cambiado por dentro, los ha hecho niños en los brazos de Dios. Verdaderamente niños inocentes y confiados. A partir de ese encuentro están dispuestos a adorar a Dios, a esperar siempre contra toda esperanza, a amar a Jesús sobre todas las cosas. Y así lo hacen. Y entonces todo lo demás poco importa.
Me emociona pensar en la serenidad llena de paz de Francisco. Sensato y fiel. Me gusta la alegría inocente y espontánea de Jacinta. Su sencillez, su mirada. Los dos cambian en el encuentro con Nuestra Señora. Ella los educa poco a poco. La escuela de María se hace realidad en ellos. María siempre es educadora. Siempre es Madre. Es Maestra espiritual. El papa Francisco ha rechazado esa imagen de María “como deteniendo el brazo justiciero de Dios listo para castiga”.
María no me protege de Dios y su justicia. María y Jesús tienen la misma misericordia. Madre e Hijo. Unidos. Una sola mirada. Siempre está por delante la misericordia.
Añade el Papa: “Hay que anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios siempre se realiza a la luz de su misericordia. La misericordia de Dios no niega la justicia, porque Jesús cargó sobre sí las consecuencias de nuestro pecado”.
María es fuente de misericordia para los que la buscan. María me lleva a su Hijo que es puerta de misericordia. Miro a María que me abraza y me espera siempre. Pienso en su mirada hacia los pastorcillos. Estos niños se dejaron tocar por su amor inmenso y sus vidas cambiaron. Palparon la misericordia de Dios. Quiero dejarme tocar por la misericordia de María.