No puedo amar en abstracto, sólo es posible hacerlo en concreto y eso duele
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Medito en este día sobre el pastor. Jesús es el buen pastor que cuida su rebaño, que me cuida a mí. El pastor llama a las ovejas. Y ellas lo siguen.
Pensaba el otro día en los pastorcillos de Fátima. Eran niños. Y tenían ovejas. Eran pastores pequeños. Cuidaban a sus ovejas y las llamaban por su nombre. Las llevaban a sus pastos. Y ellas seguían sus pasos.
Eso me conmueve. Tan pequeños y tenían vocación de pastores. Tenían ovejas a su cargo cuando eran sólo niños. Llevaban a sus ovejas a pastar cuando se les apareció María en el camino.
En Fátima María fue al encuentro de unos niños pobres que eran pastores. No eligió lo grande del mundo. No eligió a hombres poderosos. Buscó una aldea escondida en Portugal. Un lugar oculto a los ojos del mundo.
Y hoy, casi cien años más tarde, gente de todas partes camina hasta allí. A ese mismo pasto en el que pastaban unas pocas ovejas. Lo grande en la historia de Dios surge siempre desde lo más pequeño, en lo más oculto. En la pobreza de los instrumentos humanos que Dios siempre elige.
Porque Dios mira la pureza del corazón del hombre. Busca corazones de niño, puros, transparentes. Y yo a veces me fijo más en el poder, en lo grande, en el que triunfa, en el que vence. En lo que merece la pena y tiene valor. Me siento pequeño y frágil pero busco lo fuerte. Lo reconozco, con frecuencia busco resultados. Y quiero triunfar.
Y yo miro a los pastorcillos en su humildad. Sin poder. Sin armas. Sin valor ante el mundo son elegidos para ser pastores de muchos. ¡Cuánta gente reza hoy ante sus tumbas! ¡Cuánta gente peregrina a Fátima! La luz de sus palabras ilumina el camino.
La mirada de niños capaces de ver a Jesús escondido y conmoverse. Enamorados de esa bella Señora que cambió sus vidas para siempre. Ella los llamó. Dios salió a su encuentro. Jesús llama a quien quiere, como quiere.
Por eso me gusta pensar en la llamada que me hace Jesús para seguir sus pasos: “Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Sus heridas os han curado. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas”.
Jesús me llama a seguir sus pasos para que no viva descarriado. Me llama a estar con Él en sus pastos. Por eso quiero ser pastor desde mi pobreza. No desde mi poder.
Quiero seguir sus pasos para ser pastor como lo fue Él entre los hombres. Un pastor herido, caminando junto a sus ovejas heridas, no un pastor sin heridas. Sus heridas me han curado. No lo ha hecho un corazón sin huellas de amor. Jesús está herido por haber amado.
Y quiere que yo sea pastor como lo fue Él. Desde mis heridas. Un pastor capaz de sufrir con el otro. Capaz de amar desde abajo, no desde arriba. Caminando con el que sufre, con el que no me da nada a cambio de mi entrega, con el que no me aporta fama ni logros. Un pastor que ama desde el lugar del sufrimiento. No desde la comodidad.
No quiero ser un pastor que peina ovejas, como nos decía el papa Francisco a la Familia de Schoenstatt en nuestro centenario: “Una Iglesia que no sale es una Iglesia ‘de exquisitos’. Un movimiento eclesial que no sale en misión, es un movimiento ‘de exquisitos’. Y a lo más, en vez de ir a buscar ovejas para traer, o ayudar o dar testimonio, se dedican al grupito, a peinar ovejas. ¿No? Son peluqueros espirituales”.
No quiero ser un peluquero de ovejas. Quiero ser un pastor misionero. Enamorado de Jesús misionero. Con fuego misionero en mi alma. Un pastor audaz y valiente que se atreva a soñar con nuevas rutas.
Un pastor de horizontes amplios. Que no me conforme con los límites de mi redil donde me encuentro en casa. Un pastor que acoja a todos y no sólo a los más queribles. Un pastor que muestre la meta con mis palabras y mis obras.
Un pastor que ame a las ovejas que Dios me ha confiado y no pase por la vida sin echar raíces. No quiero que me pase lo que leía el otro día: “La paradoja es que, los que quieren ser para todos, se encuentran a sí mismos a menudo incapaces de estar cerca de nadie. Cuando todos se convierten en mis vecinos, vale la pena preguntarse si alguien puede convertirse realmente en mi prójimo, es decir, aquel al que siento muy cercano a mí”[1].
Quiero sufrir por los míos. Dar la vida por aquellos que Dios pone en mi camino. Con sus nombres. Saber que no puedo ser pastor sin ovejas. Que no puedo amar en abstracto, sólo es posible hacerlo en concreto y eso duele.
Sólo si yo sigo a Jesús seré fiel como pastor. Sólo si soy oveja herida seré un buen pastor herido. Y siempre quiero poner a Jesús en el centro. A Él lo sigo. Y a través de mi vida otros siguen a Jesús en mí.
Es a Jesús a quien todos seguimos. Sus heridas me han curado. ¿Mis heridas curarán a otros? A veces me cuesta creerlo. Quiero tener claro que mi herida es fuente de vida. Quiero ver que puedo dar vida desde mi dolor. Es eso lo que sueño y anhelo.
[1] H. Nouwen, El sanador herido