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De la separación a la restauración matrimonial

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Luz Ivonne Ream - publicado el 25/04/17
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Entender que mi esposo no era mi enemigo y aceptar quién realmente lo es me permitió luchar de la manera correctaHay que comenzar el matrimonio con un buen noviazgo. Así es, la base de un matrimonio exitoso siempre será un noviazgo sano, santo, donde Dios sea el personaje principal. Te recuerdo, ¿quién le dio su esposa a Adán?

Gran parte de las crisis que estamos viviendo hoy en día los matrimonios es que no nos estamos educando para amar, ni siquiera tenemos claro para qué nos casamos. De hecho, llegamos al altar por “cumplir” y con las ideas al revés: comenzamos por la luna de miel, nos casamos pensando que el otro tiene la obligación de hacerme feliz y de ser el cumplidor de mis caprichos.

Y de hijos ni se diga, como en este momento no está en nuestros planes el tenerlos porque primero hay que establecernos como pareja y cumplir nuestros mutuos sueños y realizaciones personales, entonces el anticonceptivo a todo lo que da.

Las parejas no se dan cuenta que ellos mismos están cavando la tumba de su matrimonio, poco a poco. El egoísmo entra y en automático el amor se sale. ¿Y luego? Pues que llega la dura realidad, comienzan los conflictos, las crisis y creemos que la solución es aventar el matrimonio a la basura, total, solo fue una promesa hecha a Dios y Él todo lo comprende.

No se vale; Dios no es nuestro “títere” y las promesas hechas a Él hay que cumplirlas. Así mismo, las promesas de Dios son reales y si dijo que estaría con nosotros hasta el fin de los tiempos significa que está a nuestro lado en cada paso de nuestra vida sacramental.

Si tu vínculo está pasando por alguna crisis, te comparto a la letra el testimonio del matrimonio mi amiga Mache para que te des cuenta de que las promesas de Dios son verdaderas y tan actuales y poderosas como hace 2000 años.

La oración hace milagros. La Palabra de Dios y sus promesas sanan, salvan y restauran hasta al matrimonio más podrido, eso sí, con oración ferviente, incesante y confiada. Un matrimonio se salva con los ojos al cielo y las rodillas al suelo.  Y así nos cuenta su historia Maricela:

Llegamos al altar un 5 de febrero del 2011, yo tenía 27 años y estaba embarazada de nuestra primera hija concebida en el noviazgo. Desafiando todo mal pronóstico e ignorando todo riesgo por precipitarnos a ello preparamos una boda en menos de 2 meses.

Buscamos las pláticas prematrimoniales más breves posibles porque no teníamos tiempo para esos “trámites tediosos”. Para nosotros era solo un “requisito por tradición” de la Iglesia y recuerdo cuánto nos alegramos de haber encontrado unas pláticas de un solo fin de semana. 2 horas y estábamos listos para el matrimonio.

Fui católica de cuna, crecí con una madre apegada a la Iglesia y muy entregada a la misma. Sin embargo jamás me acerqué lo suficiente a Dios como para experimentar la riqueza de nuestra fe. Recuerdo cuánta molestia sentimos por la insistencia de la Iglesia de cumplir con tantos trámites y papeleo.

¿Para qué tanto show? ¿Para qué tanta investigación? Queríamos casarnos y punto, ¿por qué nos hacían perder tanto tiempo? Nos casaríamos, tendríamos a nuestro bebé y seguiríamos nuestras vidas como cualquier otro matrimonio. Formaríamos una hermosa familia y viviríamos felices para siempre.

Nuestra ignorancia y rebeldía nos cobró factura muy pronto; después de 6 meses de pleitos y gritos, mi esposo se fue de la casa. Me quedé sola con nuestra hija de apenas unos meses de nacida en nuestro departamento. Con el corazón roto, entre hormonas y responsabilidades, nuestro matrimonio fue destruido en un abrir y cerrar de ojos.

Mi esposo no quería saber nada de mí y juró jamás regresar. En la angustia y desesperación del momento decidí comenzar un proceso de lucha por la restauración matrimonial. En este proceso que duró un poco más de 5 años, en donde luché de la mano de Dios por recuperar a mi familia, he aprendido las más bellas lecciones de fe que quiero compartirles.

  1. Mateo 6.33. “Pero busquen primero su reino y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas.

Busqué ayuda hasta por debajo de las piedras. Leí libros de auto-superación, fui a psicólogos, organicé reuniones con mis más queridas amistades para pedir consejo. Entre tantas opciones no encontré una sola que me diera paz y la respuesta que necesitaba. Fue entonces que Dios vino a mí. Yo no lo busqué, Él me llamó.

A pesar de mi rebeldía y mi rechazo, tanto me ama que fue Él quien me buscó para darme consuelo, ofrecerme su amor y su misericordia. Reconocí que Dios y solo Dios era la solución a mis problemas y le permití entrar en mi corazón y en mi vida.

No me di cuenta hasta que Dios me habló con este versículo, de que solo Él podría hacer el milagro. Para el mundo parecía imposible que mi matrimonio pudiera salvarse, pero para Dios no solo era posible, si no que era una promesa. Tomé esta promesa, me aferré a ella con todas mis fuerzas, comencé a trabajar en mi conversión, a estudiar la Biblia, a orar incansablemente y permití a Dios moldearme como el alfarero moldea el barro.

  1. Santiago 4.4. ¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios.

“Ya deja de hacerte daño”, “estás muy joven aún, puedes rehacer tu vida”, “los hombres no cambian, te lo hacen una vez, lo vuelven a hacer”, “Dios quiere que seas feliz”, “existe el divorcio exprés, ya es muy fácil deslindarte”,…. Una y otra vez, recibí consejos de los que me rodeaban, incrédulos respecto a la lucha.

No comprendían cómo era posible que a mi “corta edad” yo siguiera aferrada a mi matrimonio. Para ellos mi fe se reducía a una migaja de pan y me convertí en la loca, obsesionada, y necia mujer que buscaba una reconciliación con su esposo por mera baja autoestima.

No me importó y seguí. Lo hice porque Dios me instruyó en este versículo: que el mundo camina contracorriente a sus mandatos, preceptos, leyes y promesas. Si yo le creyera al mundo y no a su Palabra, entonces yo deshonraría mi fe.

Cabe mencionar que muchas de estas personas, cuando atestiguaron el gran milagro de nuestra restauración, quedaron boca abierta. Muchas de estas personas se convirtieron a través de este testimonio. Dios aprovechó mi lucha para alcanzar no solo a mi esposo, sino también a todos los que me rodeaban y no creían que fuese posible.

El día de hoy, por obra de Dios, me he convertido en consejera matrimonial de muchas de estas personas. Dios nos pone a prueba y nos prepara para cumplir sus designios. En aquel tiempo, yo no comprendía por qué estaba viviendo esta prueba tan dolorosa. Hoy comprendo que ningún mar en calma hace experto a un marinero.

  1. Génesis 2.24. Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne

¡Bendito sea Dios por el sacramento del matrimonio! Di infinitas gracias a Dios por haber recibido tal gracia. Tenía para mi matrimonio la garantía de restauración por excelencia. Me arrepentí tanto por no habernos preparado como era debido… Toda esa preparación antes no significaba nada, pero en ese momento, representaba TODO.

A Dios en su infinita misericordia no le importó mi condición al llegar al altar. Pasó por encima de mi ignorancia y me obligó a valorar con todo mi corazón este precioso regalo.

Mi esposo en aquel entonces no tenía la más mínima idea de mi lucha. No hice nada por tratar de convencerlo de volver a casa, no mandé notitas de amor ni lo abrumé con llamadas. No fue necesario.

Mi esposo fue transformado a través del poder del sacramento del matrimonio que establece que él y yo somos una sola carne. Por la fuerza del Espíritu Santo y sin una sola palabra de mi boca, mi esposo fue convencido por Dios y orillado por Dios a regresar a su hogar.

Si tan solo comprendiéramos el poder de una esposa que ora, si pudiéramos creer que Dios puede hacer todo aquello que nosotros no podemos, estaríamos de rodillas en todo momento.

Alguna vez pensé que por más que orara, por más que deseara mi restauración, si mi esposo por voluntad propia no la deseaba también no sería posible. Me da mucho gusto poder decirles que por más renuente que fue mi esposo, mis oraciones lo alcanzaron.

Hoy me alegra que fuera así porque eso permitió que yo no me lleve ni un poquito de mérito y que el nombre de Dios sea exaltado y que el poder manifestado por el sacramento del matrimonio sea glorificado.

  1. Mateo 7.5. ¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para sacar la mota del ojo de tu hermano.

Cuando mi esposo se fue de casa no podía concebir lo que estaba sucediendo. Yo era perfecta, sin defecto alguno. ¿Cómo era posible que me abandonara si yo era buena? Él era tan malo, tan egoísta, tan arrogante, tan cruel, tan… Buscaba de tal manera una explicación lógica a nuestra ruptura que no me quedó de otra más que victimizarme escondiéndome detrás de todos los defectos de mi esposo.

Nuestra separación era demasiado dolorosa como para auto condenarme por lo sucedido. La soberbia nos impide reconocer nuestras faltas y nos incita a señalar siempre las de los demás. Sin embargo, poco a poco Dios me fue revelando las faltas que cometí dentro de nuestro matrimonio y me mostró cómo había sido yo quien orilló a mi esposo a irse de casa.

Muy pronto después de esto, dejé de orar solo por mi esposo y comencé a orar en plural. Me quedó muy claro que, si Dios iba a restaurar mi matrimonio, iba que comenzar por mí misma. Mi esposo tenía que regresar para encontrarse con una nueva y mejorada mujer para que nuestro matrimonio funcionara.

Recuerda que la mujer sabia edifica su casa y la necia con sus manos la destruye (Proverbios14.1). Mi transformación fue dolorosa, pero entendí que debía permitir al Señor corregirme, por mi bien y el de nuestro matrimonio. Dejé de juzgar a mi esposo por sus acciones y dejé en manos de Dios el porvenir. Esto tuvo un impacto muy fuerte en mi vida espiritual.

Después de que mi esposo volvió también me di cuenta de que muchas de las historias de terror que había en mi cabeza no eran reales. Hacerme responsable de mis propias faltas y poner en manos del Creador las de mi esposo me permitió vivir en paz y afianzó mi confianza en Él.

No importaba lo que hiciera o dijera, mi fe estaba puesta en las promesas de Dios y no en mi esposo. 

  1. Efesios 6.12. Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales.

Esta es la parte más difícil de mi testimonio. Cuando hablo sobre este versículo y lo que significa, muchas personas dejan de escuchar. Muchos ni siquiera creen que Satanás exista y que su cometido sea atentar contra todo lo que sea creación de Dios.

El matrimonio es la representación perfecta del amor de Cristo. Del matrimonio cristiano se da la vida a las futuras generaciones, se preparan los futuros sacerdotes y laicos en la fe. El matrimonio es lo más cercano a la Eucaristía en donde Cristo se entrega por nosotros. Así mismo, los esposos se entregan el uno al otro en un amor Divino.

El matrimonio es sacrificio, entrega, perdón constante. El demonio aborrece este plan de Dios para la humanidad y va a luchar por destruirlo. Como cristianos enfrentamos esta realidad, que no es sacada de un cuento de fábulas, si no de la Palabra de Dios.

No importan las circunstancias, separados o bajo el mismo techo, el matrimonio no deja de ser. Entender que mi esposo no era mi enemigo y aceptar quién realmente lo es me permitió luchar de la manera correcta. Libré una lucha espiritual, no terrenal.

Detrás del escenario había fuerzas contrarias a Dios luchando por destruir mi familia, el regalo más preciado que Dios me concedió. Comprendí que la voluntad de Dios son familias unidas y felices, pero el demonio aprovechó nuestra debilidad para atentar contra ella.

Nosotros -al dejar a Dios fuera de nuestro matrimonio- dimos pleno acceso al enemigo para que tuviera parte viva en nuestras vidas. Con las rodillas moradas, con mucha fe y convencida de esto, por medio de una lucha espiritual, Dios tomó el control y recuperó lo que el enemigo quiso robarnos.

  1. Mateo 18.21-22. Entonces se le acercó Pedro, y le dijo: Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí que yo haya de perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Perdonar no fue fácil, fue un proceso. Nosotros no podemos perdonar por nosotros mismos, esto es obra del Espíritu Santo. Cuando hay tantas heridas abiertas es muy difícil perdonar de corazón, si no pedimos a Dios que actúe en nosotros. Si nuestro Señor nos lo pide, es porque es posible, mas es necesario pedir a Dios que sane nuestros corazones para lograrlo.

No olvido y no deseo hacerlo porque si no entonces, ¿cómo podré dar testimonio del gran milagro que Dios nos concedió? Lo recuerdo sin dolor para que me sea posible ayudar a los demás.

Perdonar me ha permitido voltear hacia atrás y recordar este proceso como la bendita prueba que vivimos con mucho dolor, pero a la vez como el más grande milagro de amor y misericordia jamás vivido.

Cuando mi esposo volvió a casa, no volvimos a tocar el tema, fue como si jamás se hubiese ido en primer lugar. Se le recibió en casa como al hijo pródigo, sin reclamos, sin indagar en detalles, sin explicaciones. Hubo fiesta y un gran gozo por tenerlo de regreso en nuestro hogar y en el cielo.

Hoy en día pertenecemos a un ministerio de restauración matrimonial, el mismo en donde yo recibí todo el apoyo necesario durante mi proceso. Brindamos apoyo y consejo a aquellos que viven hoy lo que nosotros vivimos ayer con la esperanza de que nuestro testimonio sea instrumento de reconciliación para muchos matrimonios en crisis. Doy gracias a Dios por su obra en nuestras vidas y por cumplir cada una de sus promesas para nuestra familia.

Si tú estás viviendo una situación similar en tu matrimonio, por favor no dudes que todo el posible para el que cree. Dios pasa por encima de toda dificultad para cumplir sus promesas. Es necesario buscar la conversión de corazón y vivir un proceso, pero te prometo que valdrá la pena. Te bendigo y me despido agradecida por esta oportunidad de compartir contigo un poco de mi experiencia.

 

Por Maricela Reyes

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