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Deseando el silencio

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/04/17
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Parece que el que grita logra imponer su criterio y su opinión mejor que el que callaLa Semana santa es una semana de silencio, no de ruidos. Pero sé que a veces me dejo llevar por el ruido de los hombres que gritan. Hay demasiado ruido.

El otro día leía algo que me pareció muy verdadero: “El ruido ha adquirido la nobleza que antes poseía el silencio. Al hombre que habla se le aplaude. El silencioso es un pobre mendigo hacia el que ni siquiera merece la pena alzar la mirada. El hombre silencioso ya no es signo de contradicción, es sólo un hombre que sobra. El que habla posee importancia y valor mientras que el que calla sólo recibe poca consideración. El hombre silencioso queda reducido a la nada. El simple hecho de hablar aporta valor. ¿Que las palabras no tienen sentido? No importa”[1].

El camino hacia la Pascua es una lucha ciega entre el ruido y el silencio. Hombres que gritan. Hombres que callan. Los gritos que aclaman y dan gloria. Los gritos que condenan y piden la muerte. Los silencios de los que huyen por miedo a la muerte. El silencio de Jesús llevado al Gólgota, indefenso. Y luego su muerte silenciosa.

Me impresiona esa lucha extraña en mi propia alma entre el ruido y el silencio. En la vida parece que el que grita logra imponer su criterio y su opinión mejor que el que calla. Y el que guarda silencio pierde todo crédito y admiración. El que calla cede, falla, es olvidado, ignorado, se vuelve invisible.

Tal vez por eso gritan tanto hoy los hombres para hacerse oír. Su grito vale más que su palabra, más que su silencio. Yo mismo grito muchas veces y se turba mi juicio. Pero no por gritar poseo la verdad. Aunque la fuerza de mis gritos parezca imponerla. Pero no es verdad.

El Domingo de Ramos aclamaban a Jesús el entrar en Jerusalén. Y no por eso la ciudad se rendía a los pies del nuevo rey. Los gritos se ahogan. Los mantos quedan tirados en el camino junto a los ramos de olivo. A los gritos y a los cantos sucede un hondo silencio. Y en ese silencio trascurren los días de Pascua.

Gritos de los hombres en el templo convertido en mercado. Gritos de los hombres que luego pedirán la muerte de Jesús.

El silencio sin defensa de Jesús ante Pilato. No hay gritos. Sólo un llanto silencioso de los que aman, de los que esperan, de los que aguardan. Pero los gritos del odio tienen más fuerza. Imponen la cruz. Todos los oyen.

Hoy parece que si no grito no me oyen. Si no alzo la voz no existo. Pero sigo creyendo yo en el poder silencioso del silencio.

Una poesía habla de ese silencio verdadero que está en mí. Dios habla: “Me pides más silencio y el silencio está en ti. Confía a mí tus voces y estas acallarán. Quiero ser el Dios que escucha tu voz, El que te descubre los pensamientos que te entristecen y no te dejan vivir. Quiero ser el Dios que dulcifica tus penas. Que agranda las puertas de entrada y de salida. Que te acompaña en tu responsabilidad y te libera cuando te esclaviza. Que te libera de los agobios y asume tus cargas. Me pides silencio para que pueda hablarte. Búscalo pero no dejes entrar la culpa ni la tristeza si no das con él. Y nunca creas que te quiero más cuando más en silencio estás. Pero si me pides Silencio, ¿cómo no te lo voy a dar? Y cuando lo tengas, trátalo como tratas el aire, que existe y que no procuras atrapar. Y cuando lo tengas, sólo lo tienes que gozar. Yo soy el silencio y en ti quiero descansar”.

Me falta silencio. Menos palabras. Más presencia de Dios en el alma. El silencio no se impone por su fuerza.

El silencio de Jesús camino al Calvario me sobrecoge. Se dejará torturar y matar sin decir nada. Igual que se dejó alabar y bendecir guardando silencio.

Quiero vivir así las injusticias. Aceptar muchas cosas en silencio, sin gritar, sin clamar a Dios, sin escandalizarme. Ese silencio santo es el que anhelo.

 

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 42

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