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Mirar con el corazón

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/03/17
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Si me acerco no juzgoMe gusta pensar en la alegría de este domingo ya cercano a la Pascua. El domingo Laetare está al final del camino de la Cuaresma y en él se vislumbra ya la luz de la Pascua. El corazón se regocija porque ya ve cerca la vida, la resurrección, la esperanza.

En la Cuaresma, días antes de la pasión, el corazón se alegra al ver la luz de la Pascua. Y entiendo estas palabras: “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz”. Cristo muere. Pero nos da la vida en la resurrección. Esa esperanza llena el alma. Su luz es mi luz. Soy hijo de la luz. Mi oscuridad se llena de luz.

Pero es verdad que me asustan la muerte, la enfermedad, el dolor. Y me reconfortan la vida, la luz, la esperanza. El corazón se alegra cuando ve que la victoria llega al final. Una victoria para siempre. Un sí eterno. Entonces tienen sentido el camino, el sufrimiento, la pérdida o el fracaso. Se ve la verdad de las cosas de cerca y se alegra el alma.

Me lleno de paz cuando voy más allá de las apariencias de las cosas y miro en lo más profundo, en lo más secreto, en lo más guardado. Cuando dejo la superficie.

Una vez leí un cuento de un pez que vivía en la superficie del mar. No sabía que existía una profundidad llena de plantas, de vida, de corrientes peligrosas. Él pensaba que el mar era eso, esa superficie que dominaba, donde todo estaba controlado. A veces intentó bucear pero le daba miedo, porque había mucha oscuridad y el mar lo llevaba donde él no quería ir.

Y por culpa de su miedo no conocía los corales y no sabía lo que era nadar a merced del mar. No conocía lo oculto en lo profundo, porque vivía en lo seguro de la superficie. Cuentan que un día se arriesgó y conoció el mar y su hondura, y se reconoció como pez de océano, no de charca. Mereció la pena la aventura de meterse dentro, muy dentro. De explorar lo desconocido. Sufrió, pero conoció el mar.

Hoy quiero aprender esa lección para mi vida. Aprender a mirar con el corazón, lejos de la superficie, en lo más hondo. Dios no se queda en la apariencia, ve el corazón, elige mirando lo profundo. No juzga por fuera, sino por dentro.

Yo a veces me quedo en la superficie de las cosas. Juzgo y creo opiniones a partir de una impresión superficial y vaga. Lo hago así sin conocer en profundidad a las personas, el mundo. Las juzgo por fuera. Si me acercara más a la vida no sería capaz de juzgar superficialmente.

Cuando el corazón se involucra pierde la perspectiva y ya no es posible el juicio. Conoce a la persona más en profundidad y no es capaz de decir algo superficial sobre ella. Es más cauto. Lo sé. Si me acerco no juzgo. Si me quedo lejos juzgo. Si miro con el corazón comprendo mejor el misterio, y me asombro, y me admiro.

Cuando me acerco con un respeto sagrado, no mirando de forma superficial la vida, veo la verdad de los demás y veo a Dios en ella. Profundizo, me arriesgo, me involucro.

Creo que mi alegría es más verdadera cuando más me comprometo con las personas, cuando más aprendo a amar, cuando más pongo el corazón en lo que hago, en lo que digo, en lo que veo. Cuando no me quedo fuera mirando la vida con miedo, con respeto excesivo, con precaución. Retenido por mis juicios infundados. Asustado por no querer perder mi autonomía.

¡Cuánto me cuesta juzgar las cosas con un criterio adecuado! Decía el padre José Kentenich: “Grande es nuestra ceguera a la hora de juzgar el valor de las cosas. Muchas veces lo que una vez amamos resultó ser al final una banalidad. Y lo que quizás rehuimos, eso era precisamente lo sublime, lo realmente válido para la vida. ¿Quién podrá librarnos de esa confusión? Quien esté convencido a fondo de la debilidad de su naturaleza comprenderá que hace falta una amplia intervención del Espíritu Santo”[1].

Reconozco mi debilidad para juzgar, para mirar en profundidad las cosas. Juzgo y me confundo. No sé mirar con el corazón. Siempre recuerdo las palabras del zorro al principito: “Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”.

Creo que hace falta una mirada especial para poder alegrarme en medio de la cruz, en medio de la pérdida y del dolor. Me confundo. Mi mirada no ve lo invisible. No sé apreciar la belleza oculta en las cosas que me rodean. Me fijo sólo en la amargura de mi pérdida. En el dolor de las injusticias.

Este domingo es una invitación a mirar mi vida con el corazón, en profundidad, sin quedarme en la superficie ni en las apariencias. ¿No tengo motivos para estar alegre y agradecido por lo que tengo? ¿No hay más razones en mi vida para la alabanza?

Aun en medio de persecuciones y dolores quiero sonreír. Aun en medio de la oscuridad del camino quiero ver la luz. Aun cuando la barca sea movida por la tormenta tengo razones para confiar porque Dios calma el mar. Y puedo confiar en la fuerza de Dios que logrará levantarme de nuevo.

Quiero alegrarme con una alegría madura y no ingenua. Una alegría honda del que sabe que su vida descansa en la palma de Dios. Siempre me gusta pensarlo así. Mi vida no la conducen los hombres. Aunque sean ellos los que influyen con sus decisiones, con sus actos, con su libertad, con su pecado, con su amor y su desamor.

Ellos influyen en mi camino. Lo entorpecen. Lo facilitan. Lo frustran. Lo hacen posible. Pero es Dios al final el que me sostiene en medio de mi camino. Estoy solo delante de Él. Solo sostenido en sus manos. Le pertenezco por entero. Él es mi lugar de descanso.

En sus manos recobro la vida. En su corazón me sé amado de forma incondicional y para siempre. Es la verdad de mi vida. Él es lo más auténtico que poseo. Lo más secreto. Lo demás es sólo apariencia, superficial. No está en mis raíces.

Creo a veces que mi felicidad la determinan los otros con sus actos y omisiones. Con su amor o con su odio. Pero no es así. En medio de mi vía crucis cargo manso con mi cruz. Pero sé que siempre puedo sonreír y mirar la esperanza que brilla en la oscuridad.

Puedo mirar con mi corazón. Y entonces descubro colores ocultos. Razones escondidas. Bellezas apagadas en la apariencia de las cosas.

Quiero pedirle a Dios la gracia de sonreír. ¿Qué provoca mi tristeza? Levanto las manos a lo alto. Levanto mi mirada a Dios. Confío siempre en el poder de su amor. No puedo seguir temiendo que los demás me roben la sonrisa. No puede ser. Me resisto. Mi sonrisa puede salvar a otros.

Quiero aprender a mirar a las personas con el corazón. Dejo de lado mis prejuicios y las apariencias. Y miro mi futuro con el corazón. Dejo de lado mis miedos y tensiones, tengo paz. Y miro a Jesús cargando con mi cruz a mi lado. Sonrío. Él nunca me deja solo.

 

[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

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