El orgullo enfermo me aísla
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¡Qué difícil ser manso muchas veces! El corazón se rebela cuando alguien quiere imponerme su opinión, su decisión. El orgullo en el alma es fuerte. Es bueno ser orgulloso. Siempre lo valoro. Si no tengo orgullo no lucho por lo que quiero. Es importante saber lo que anhelo y caminar en esa dirección. Sin orgullo no hay lucha, no hay entrega, no hay futuro.
Pero quizás a veces tengo que dejar de lado mi orgullo enfermo. Ese orgullo que me hace pensar que siempre tengo razón. Y quiero imponerles a los demás mi forma de ver las cosas. Conozco alguna persona obsesiva que no cesa hasta que se hace lo que él desea. Al final lo que consigue es quedarse solo.
El orgullo enfermo me aísla. Hace que nadie quiera estar conmigo porque a mi lado no es posible pensar de forma diferente. No quiero caer en ese orgullo desequilibrado. Ese orgullo insano. Ese orgullo que esconde tal vez un sentimiento de inferioridad. No lo sé. Ese orgullo no me hace bien. Me vuelve intransigente. Me aleja de las personas.
Quiero suplicarle a Dios que no venza en mí el orgullo. Ese anhelo de independencia, de marcar yo los caminos, de dirigir yo mi vida y la vida de los otros. No quiero organizarle la vida a nadie. Quiero ser más humilde, más manso. Acoger en mi vida la voluntad diferente a la mía como una insinuación de Dios. No cerrarme en mi rigidez al vuelo del Espíritu.
Le pido a Dios que me haga manso. No es lo mismo ser manso que ser blando. El hombre manso es un hombre fuerte y firme. Comenta el padre José Kentenich: “El heroísmo de la mansedumbre no se aprende por nuestros propios medios. Hay personas que son blandas de nacimiento. Pero no confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser valientes y asumir responsabilidades inherentes a la maternidad y la paternidad. El Espíritu nos ayudará a hallar el justo medio en la mansedumbre”[1].
Un hombre manso no se deja llevar por la corriente. Por eso quiero tener mi corazón anclado en lo alto. Y con hondas raíces en la tierra. Para no dejarme llevar por el viento como una hoja, de un lado a otro sin ningún control. La mansedumbre no es debilidad. Es fortaleza.
El hombre manso tiene raíces profundas, tiene su corazón bien asentado en tierra firme. Es roca el hogar en el que descansa. La mansedumbre y la docilidad son un don de Dios, una obra del Espíritu Santo en mi alma.
Muchas veces quiero crecer, sanarme, ser más de Dios. Pero solo no puedo. Necesito el Espíritu: “El Espíritu Santo viene a curar lo que esté enfermo en nosotros, a flexibilizar lo que se haya endurecido. Si tuviésemos que realizar nosotros solos esa tarea, no lo lograríamos; incluso desistiríamos de intentarlo”[2].
El Espíritu vence mi orgullo, mis durezas, mis corazas. Con el Espíritu aprendo a doblegarme al querer de Dios. ¡Cuánto me cuesta ser dócil ante Dios! Y es verdad que también me cuesta mucho serlo ante los hombres a los que veo. No soy dócil. Quiero imponer mi opinión siempre, que prevalezca mi criterio, que se haga realidad mi deseo. No acepto los cambios de planes. No me doblego fácilmente porque me pesa el orgullo.
Quisiera ser un hombre manso. Para poder seguir a Dios con alma de niño. Ser manso es verdaderamente heroico. Es un don de Dios porque mi reacción ante lo que no quiero suele ser fuerte. A veces mi voz se eleva. Mis gestos son elocuentes. Me lleno de rabia en mi corazón. Mi rostro habla por mí aunque yo calle. Expresa todo lo que siento.
Ser manso como Jesús llevado al Calvario es un ideal que anhelo. Manso cuando cargo con el madero de la cruz como Jesús, en silencio. Sin defensa en el juicio. Sin resistencias ni quejas. Quiero ser como Jesús, un cordero llevado al matadero.
El silencio manso de Jesús siempre me conmueve. Se me rompe el alma al verlo sufrir. También a Jesús se le rompía el alma cuando veía el sufrimiento de los hombres. Ahora camina hacia la cruz con mansedumbre. Su voz guarda silencio ante las acusaciones injustas. No hay defensa. No hay rebeldía en el corazón.
Quiero ser manso y humilde para escuchar la voluntad de Dios y hacerla mía. Necesito aprender a escuchar. El papa Francisco decía hace poco: “Una de las peores enfermedades de hoy es la poca capacidad de escuchar. Como si tuviéramos los oídos tapados. No hay diálogo. Se empieza a dialogar con el oído. Oídos abiertos para escuchar. La lengua en segundo lugar. El oído va primero”. Quiero guardar silencio para saber lo que tengo que hacer.
Una persona me decía que llegaba al santuario y no dejaba de hablarle a Dios. Oraciones hechas. Repetidas. No había silencio. No lograba escuchar. Quiero callar para obedecer. Entender los gritos del Espíritu en mi corazón. Menos palabras y más silencios. ¡Cuánto me cuesta dejar de hablar!
[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu