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Desconecta los ruidos y asómbrate con todo lo que puedes descubrir

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/03/17
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El tesoro de escucharYo anhelo el desierto tantas veces. La soledad y el silencio. Pero me cuesta irme al desierto. Me cuesta mirarme de frente, con mi oscuridad, con mi luz. Con el dolor que llevo a cuestas, con mis preguntas y sueños.

Sé que me hace bien callarme y buscar a Dios en mi alma. Me hace bien apagar los ruidos que me rodean. Esos ruidos incómodos de la vida. Ruidos que necesito muchas veces.

Una persona consagrada me comentaba un día que se levantaba cada mañana y encendía la televisión. De ruido de fondo las noticias del mundo. Me sorprendió mucho. ¿Necesito ruido a veces para comenzar el día? ¿Necesito ruido que apague los silencios incómodos en el alma? Ruido que me llene el corazón, para no sentirme abrumado por los silencios.

El ruido es una tentación. El mundo está lleno de ruidos que me alejan de mi interior. No tengo que pensar. No tengo que ahondar. No tengo que escuchar las voces de mi alma. Ni percibir las sombras. Ni sufrir por mis heridas.

El ruido llena espacios vacíos de mi vida. Oigo muchas cosas, muchos ruidos. Pero luego creo que escucho poco. No sé escuchar.

El otro día leía: Escuchar es diferente del simplemente oír. Escuchar significa auscultar, ver lo que hay dentro de algo. Oír es activar con un estímulo nuestros tímpanos. Oímos un ruido y lo identificamos. Escuchamos una voz y vemos de quién es, la entendemos; escuchar, en cambio significa conectarse con lo que el otro quiere decir, no con lo que dice[1].

A veces incluso me hablan. Oigo la voz. Sé de dónde viene. Pero en mi alma escucho otras voces, otros ruidos. No hago silencio para escuchar de verdad. No pongo todo mi corazón en lo que me dicen.

Decía el padre José Kentenich sobre el arte de escuchar: Hay muchos artistas del hablar, pero no del escuchar y del entender. Hay muchos que comienzan de inmediato a hablar de sí mismos, de sus dificultades, de sus enfermedades, de sus experiencias. Y por eso, el otro no viene en su busca. Quiere decir algo él mismo[2].

Necesito aprender a escuchar de verdad. Con todo el cuerpo y el alma. Es la verdadera empatía: Empatía es la predisposición que nos hace escuchar al otro poniendo atención a su mundo implícito pero sin juzgarle, sin aconsejarle, ni dirigirle, ni analizarle, y menos darle una orden o una indicación[3].

No hago que el mundo se detenga para absorber cada palabra que me dicen. Mi escucha no es comprensiva. Me distraen muchas cosas.

Y si me cuesta escuchar al que me habla con voz sonora, más aún me cuesta escuchar el lenguaje corporal de los que me quieren. De los que reclaman mi cariño. De los que me interpelan en mis huidas. De los que me exigen que dé más de lo que entrego.

Se escucha también con los ojos. El cuerpo tiene un lenguaje que no sé ver. No me detengo a mirar a los ojos. A percibir en los gestos voces que no oigo. No me detengo a mirar en la vida dónde me están hablando, interpelando, demandando, suplicando.

Y si tampoco oigo con los ojos, menos aún escucho con el oído interior las voces del alma. Lleno de ruidos no percibo el susurro de Dios en mi interior. No sé cuál es la verdad que guardo velada bajo mi carne.

La sicóloga Mirta Medici decía: “Te deseo que escuches tu verdad, y que la digas, con plena conciencia de que es sólo tu verdad, no la del otro”. Quiero escuchar más dentro de mí. Navegar mar adentro. Entre las olas de un mar de confusiones. Allí donde no llega a percibir el oído nada sino el grito desbocado de la vida.

¡Cuánto me cuesta guardar silencio en medio de tantos ruidos! Compro tapones para mis oídos. Busco paredes que apaguen ruidos imposibles. Me gustaría saber escuchar esas voces ocultas en lo más hondo de mi pozo. Como si fuera un hombre acostumbrado a los silencios.

Tengo ruidos permanentes que no me dejan percibir la dureza del silencio más absoluto. Quiero hacer la prueba. Desconecto el mundo. Callo por un momento también por dentro. Silencio. Un silencio duro e incómodo. Más que el hambre. Más que la misma sed del desierto.

Ese silencio donde no me oigo y no soy capaz de escuchar mi silencio. Distinguir susurros. Apreciar mensajes. “Miremos hacia nuestra profundidad psíquica como una instancia que contiene muchos volcanes submarinos dormidos”[4].

¿Qué me dice Dios en mi silencio? ¿Qué me grita el alma cuando callo? ¿Qué descubro oculto en la calma de mi océano? Detrás de las apariencias. Allí donde pocas veces busco. En lo más oculto. Bajo la piel que cubre lo más íntimo.

Quiero desconectar los ruidos en este tiempo para poder adentrarme en mi misterio. Quiero deshacerme de tantas palabras que me abruman y me protegen de mi voz callada.

Quiero guardar ese silencio sagrado e incómodo para experimentar la soledad donde Dios me habla. Sin músicas ni ruidos que me aturdan. Allí en mi desierto donde estoy yo solo conmigo mismo. Aturdido por la soledad. Abrumado por la ausencia de voces.

Quiero aprender a vivir en el desierto de la Cuaresma. Allí donde nadie grita. Allí donde todos callan. Quiero ayunar de ruidos incómodos. Desconectar la televisión, la radio, el móvil. Guardar en mi día esas horas sagradas de silencio.

Aprender a estar a solas conmigo mismo. Con mi verdad más pura. Con mi vida callada. Allí donde la única voz que escuche sea la mía, sea la de Dios. Donde perciba todo el amor que Dios me tiene. Todo el amor que me tengo. En silencio. Callado.

 

[1] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos

[3] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[4] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

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