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Las promesas de Jesús para ti

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 29/01/17
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Hay un camino de felicidad que es gratuito, que es recibir, que es ser amado

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Hoy vemos de nuevo a Jesús en Cafarnaúm en los inicios de su vida pública: “En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles”. La semana pasada lo vimos junto al mar, llamando a los suyos. La gente lo sigue para que los sane por dentro y por fuera. Lo buscan.

Hoy se reúne una muchedumbre. Jesús deja el mar y sube al monte para hablar. Es la primera vez que Jesús sale en el evangelio enseñando fuera de una sinagoga. En la montaña. Bajo el cielo, junto al mar. Será algo común en Jesús a partir de ahora. Jesús habla donde el hombre sale a su encuentro. Me gusta ver así a Jesús. Sin un programa. Él se adapta a lo que el Padre y los hombres le proponen en la vida.

Hoy sube al monte. Mateo nos dice que se sienta y que sus discípulos se le acercan. Hombres y mujeres. Muchos niños. En la sinagoga sólo le podían oír los hombres. Me gusta ver a Jesús rodeado de todos.

Hoy Jesús habla con compasión. Y les quiere contar algo que lleva en su alma grabado desde siempre. No hace milagros, pero sus palabras son agua fresca para el alma de todos los que lo escuchan. Los mira, amándolos.

Cada uno se siente identificado con algo. Cada uno se lleva una promesa de amor y consuelo. No habla de obligaciones, sino del amor de Dios. De su ternura. De su compasión. Jesús habla al alma. Habla de un modo nuevo.

Ve tanto dolor a su alrededor que necesita regalar esperanza: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Jesús mira la tierra. Mira el sufrimiento de los hombres. Y levanta la mirada al cielo. Seremos felices. Nuestra vida será plena. Nos abre la ventana de la vida eterna. En medio de mi dolor me recuerda que estoy hecho para una plenitud que ahora sólo añoro. Jesús me habla al corazón.

Ve mi sufrimiento interior, mi sed profunda. En ese monte, entre el cielo y el mar, Jesús me habla a mí de cómo es Dios. Él no carga fardos pesados sobre mi espalda. Me descarga, me libera. Es la gratuidad de Dios ante mi sufrimiento.

Jesús encuentra eco en mí porque toca lo que vivo. La felicidad no es una promesa sólo para la vida eterna. Jesús es la promesa hecha carne y me habla de que hay un camino de felicidad que es gratuito, que es recibir, que es ser amado.

Me mira, me dice que seré amado tal y como soy. Sin hacer nada especial. Sólo tengo que vivir a fondo mi pobreza. Y me anima a poner mi necesidad en Él. Me habla de mi hambre y de mi sed de justicia. Le importa. De mi tristeza honda. En ella hay un tesoro.

Me promete el Reino, el consuelo, la saciedad. Al lado de Jesús, en el reino de Dios, seré saciado.

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