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¿Cómo dar paz en medio de mis luchas, alegría en medio de mi tristeza?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/01/17
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Dios lo hace posibleMuchas veces no me siento capaz de hacer nada. Toco mi pecado, acaricio mi debilidad, me miro las manos vacías. Entiendo que no soy capaz de lo que Dios me pide. Y entonces dudo y al final obedezco. Me resisto a veces a cumplir sus deseos. No me siento capaz.

Tantas veces puedo dejar de hacer lo que Dios me pide alegando mi incapacidad. Pero no puedo decir que no. Mi sí abre la puerta de la gracia. Es un misterio. En mi impotencia logro que se manifieste el poder de Dios. Hago que se abra el cielo.

¡Cuánto poder tiene la debilidad reconocida! La impotencia abre el corazón de Dios. Eso hace Dios en mi vida.

¡Cuántas veces sufro mi fragilidad y me cuesta tocar el amor de Dios! Muchas veces tropiezo, no cumplo, miento. Y no toco su amor. Me cuesta mucho reconocer mi culpa, aceptar mi pecado, reconocer mi falta.

Pienso que Jesús me querría más si hiciera mejor las cosas. Si escondiera mi pecado Jesús hablaría maravillas de mí. Eso creo. Pero no es así.

Jesús cuando ve mi fragilidad me dice que valgo. Que mi vida merece la pena. Me levanta. Me sostiene. Pone voz a mis sueños. Me da la paz de saberme amado por Él de forma incondicional. Tal como soy.

A veces quiero tapar lo que hago mal. Intento no darle importancia. Incluso no se la doy. No me culpabilizo. Todo vale. Me excuso. Siempre tengo razones para hacer algo mal.

Decía el padre José Kentenich: “¿Cómo asumimos nuestras imperfecciones? A menudo somos terriblemente indiferentes en relación con nuestras culpas. ¿Cómo vencer la indiferencia? ¿Obligándonos o presionándonos? No; ese camino no nos llevará a ninguna parte. Es el Espíritu Santo quien nos inspirará un dolor profundo y sano por nuestras faltas; nosotros no lo lograremos por nuestras propias fuerzas.

Quiero experimentar la culpa. Pero no para atarme a ella. No para hacerme esclavo y sufrir sin sentido. Sino para reconocer que soy frágil y nada puedo sin la misericordia de Dios. Para sentirme niño en sus manos. Débil en su abrazo. Desde mi sí débil se abre el cielo sobre mí. Es un misterio.

Dios sólo me pide un gesto torpe. Que acepte lo imposible. Que sintiéndome indigno acepte su abrazo y su voz reconociendo mi valía.

Jesús cura a los oprimidos. Jesús cura esa opresión del alma y del cuerpo. El miedo, la angustia, el desamor, el vacío, la soledad, el fracaso, la sensación de inutilidad, la falta de sentido, la incapacidad para alegrarme, la envidia, el dolor, la rabia, la herida de amor que va conmigo desde siempre. Él me libera.

Eso resume increíblemente lo que Jesús hizo, lo que hace hoy. Toca la herida, sana, libera, desata el nudo, me hace hijo amado. Dios siempre da la libertad, siempre regala y abre el alma. Nunca quita, nunca constriñe.

Dios sostiene a Jesús. El Padre sujeta al Hijo en sus brazos. Ha puesto su Espíritu sobre Él. Esas palabras se hacen carne en Jesús. Él es quien no clamará, no voceará, no gritará. Su voz será tranquila. Sus silencios contendrán tantas palabras. Sus gestos hablarán de misericordia. Será luz. Abrirá los ojos de los ciegos. Liberará los corazones apresados.

Jesús pasa haciendo el bien. Sanando heridas. Curando dolores. Sosteniendo a los caídos. Ese es Jesús a quien su Padre sostiene. Y pienso en que su misión es mi misión. Yo también quiero ser Jesús.

No quiero quebrar la caña cascada. No quiero herir con mis gestos. Quiero sanar. Quiero sostener como a mí Dios me sostiene. Pero antes necesito sentirme uno más. Sentirme pobre y pequeño.

Decía el padre José Kentenich: Dios se hace dependiente a propósito. Él lo hace sólo para dar y siempre dar. Él tiene en sí una inclinación: – Quererse entregar. Si yo quisiera alegrar a Dios, ¿cómo podría hacerlo? Dándole la oportunidad de dar en la medida que yo me conozca y me reconozca delante de Él como pequeño y necesitado. Dios sólo desea hijos pequeños; Él no puede hacer nada con los adultos. Así comprendo que, si hice una tontería, puedo estar totalmente poseído por el pensamiento: – ¡Gracias a Dios!, ¡tengo ahora un derecho especial a la misericordia de Dios! ¡Misericordia! Tengo un motivo más profundo, no sólo de humildad, sino también de confianza[1].

La humildad de Jesús caminando entre los hombres es mi camino. Permanecer oculto entre los pecadores. Aceptar mi pobreza. Me siento como Él cada día. Pequeño. Yo con mi pecado y mi miseria. Pequeño. Es mi único mérito, no haber crecido. Haber caído más veces. Haber vuelto a la lucha.

Necesito la humildad para caminar hacia el Jordán, hacia el agua de ese río. Hacia las manos de un hombre que me bautiza. Necesito hacerme pequeño para que Dios me levante. Sentirme nada, para poder oír su voz que me eleva.

Me parece imposible la misión. Pero Dios lo hace posible desde mi herida. Me hace comprender al herido porque yo mismo he sido herido. Me hace ser misericordioso porque yo he tocado la misericordia en la mirada de Dios, de los hombres. Y he sentido su abrazo y su Espíritu.

Y puedo lo que yo solo no puedo. Puedo no vocear y lograr que mi palabra, su palabra, penetre los corazones. Puedo dar luz viviendo yo a veces en la oscuridad. Puedo ser fuerte cuando experimento mi debilidad. Es la paradoja que vive cada día el cristiano.

Soy paz en medio de mis luchas interiores. Y doy alegría en medio de tristezas. Es la esperanza que llevo grabada en mi alma. Dios lo hace posible.

 

[1] J. Kentenich, Vivir con alegría

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