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La ciudad de las estrellas (La La Land): El país de los sueños

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Tonio L. Alarcón - publicado el 09/01/17
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A diferencia de su previa Whiplash, Damien Chazelle ofrece ahora un musical mucho más luminoso, a la medida de Emma Stone y Ryan Gosling

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El anterior y multipremiado largometraje de Chazelle, Whiplash, forma junto a su nuevo trabajo, La ciudad de las estrellas (La La Land) una especie de díptico en forma de musical(es) sobre el equilibrio necesario entre creatividad y esfuerzo y/o sacrificio para alcanzar el éxito.

Pero allí donde la primera era brutal, asfixiante, y por momentos, casi enfermiza en la relación de dependencia entre los personajes de Miles Teller y J.K. Simmons, la segunda, en cambio, permite al espectador respirar y soñar en formato CinemaScope –además, literalmente–, abriendo la puerta a través de sus referencias al cine clásico a una cierta esperanza, aun así, teñida de amargura.

Ambas se complementan, encajan como reflejos inversos, porque, la una frente a la otra, esbozan una confesión íntima, y notablemente matizada, sobre los esfuerzos del director para abrirse camino dentro de una industria, la de Hollywood, que no se lo ha puesto nada fácil.

En realidad, La ciudad de las estrellas viene a ser lo que Chazelle no pudo hacer por falta de presupuesto, pero también por inexperiencia, en su ópera prima, la independiente y semidesconocida Guy and Madeline on a Park Bench.

Pero si allí parecía canalizar el cine de Éric Rohmer y el de John Cassavettes en clave de musical, al rodar en blanco y negro y con actores desconocidos, aquí se fija en los clásicos del género, pero también en las incursiones en el mismo de Jacques Demy –especialmente, Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort–, para homenajear una cierta forma de entender, de coreografiar, y sobre todo de concebir las secuencias melódicas.

De ahí que, frente a la música diegética –es decir, que suena dentro de la propia escena– de sus dos anteriores largometrajes, esta vez el director opte por romper su propia narración a golpe de composición de su amigo y colaborador Justin Hurwitz, dejando que sus personajes crezcan e interaccionen a través de la música y el baile, que además muestra, en general, en plano secuencia, sin interrupciones ni apenas montaje.

La película parte, pues, de un trasfondo de ensoñación, de fantasía. Que, sin embargo, se apoya sobre un contexto que bebe de la realidad de Los Ángeles, y en el cual Chazelle introduce pequeños detalles cotidianos, aparentemente insignificantes –los continuos problemas con el tráfico, la mancha de humedad del apartamento de Mia (Emma Stone)… –, que evidencian cómo, a la hora de la verdad, esa existencia paralela y casi onírica que nos muestra La ciudad de las estrellas no es más que la idealización romántica de dos enamorados que, al encontrarse, se apoyan mutuamente en sus sueños, para bien y para mal.

Porque, si bien es cierto que ambos se comprenden y se apoyan, también hay que señalar que retroalimentan una visión un tanto naïf sobre sus respectivos talentos y sus posibilidades de triunfar que se refleja, precisamente, en esos apartes musicales progresivamente más abstractos y más pasados de vueltas, reflejo metanarrativo, inspirado en los clásicos de Hollywood, de los arrebatados sentimientos de sus protagonistas.

 

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