En un esfuerzo por protegerme de resultar herida, me estaba construyendo una prisión Las lágrimas saladas caían sin fin por mis mejillas mientras reproducía en mi mente una y otra vez, como en un bucle, los acontecimientos de aquella noche. Después de darme suficientes detalles como para hacerme sentir que me había arrollado un tren de mercancías, mi marido se disculpó por su comportamiento y pidió mi perdón. Pero yo no podía, no le perdonaría. Nadie en su sano juicio podría esperar que perdonara a mi marido después de lo que había hecho, razonaba. Nadie.
El tiempo seguía su curso, con bebés que atender y facturas que pagar. Mi marido y yo cada vez estábamos más distantes. Aunque él se arrepentía de la forma en que me había herido, yo seguía culpándole por nuestras otras muchas dificultades. Sin duda tenía justificación para mis sentimientos de ira, dolor y resentimiento.
Por entonces no me daba cuenta, pero en un esfuerzo para protegerme a mí misma de que me volvieran a hacer daño, estaba construyendo una auténtica prisión para mí misma con la ausencia del perdón como pilar principal.
Cierta mañana, mientras me preparaba para ir a trabajar, levanté la vista para mirarme en el espejo. Lo que vi me alarmó y me desconcertó. En mi reflejo vi a una mujer amargada, ojerosa, con un rostro que apenas reconocía como el mío propio. La luz de mis ojos se había oscurecido y mi piel era cenicienta y pálida.
Había unas profundas arrugas cavadas por el llanto y el constante ceño fruncido y que reclamaban su territorio sobre el que debiera ser el de las líneas de la risa. No me gustó cómo me veía, pero sobre todo no me gustó cómo me sentía: cansada, miserable y sola.
En aquel breve instante, por fin me di cuenta de que los muros que había construido alrededor de mi corazón no conseguían nada más que impedirme experimentar la profunda curación y el amor que tan desesperadamente necesitaba. No podía avanzar; es como si estuviera atrapada en una pesadilla interminable de dolor y sufrimiento.
Ya era hora de cambiar, pero ¿cómo?
Después de mucho más hablar y discutir y llorar, mi marido y yo acordamos buscar ayuda de un consejero profesional. En este contexto comencé a desarrollar un entendimiento más maduro y amplio de lo que significa el perdón.
Primero, el perdón no era cosa de un momento; no podía decir a mi marido que le perdonaba y ya está, por arte de magia todo el dolor y el daño desaparecerían de nuestra relación. Al contrario, el perdón es un proceso que comienza por reconocer que yo había resultado herida. Ese paso era fácil, mi dolor era suficiente para tres vidas. Pero luego ¿qué?
Durante los meses siguientes quedó claro que extender el perdón no significaba que todo fuera bien en mi matrimonio ni que lo que hizo mi marido era algo aceptable. Perdonar no significaba que yo tuviera que ser el felpudo de mi esposo. Ofrecer perdón no era un premio ni un regalo ni una vía libre a su lamentable comportamiento; perdonar, más bien, era un regalo que podía escoger darme a mí misma.
Nunca olvidaré el momento en que por fin decidí aceptar la disculpa de mi marido; y aquello fue sin lugar a dudas toda una decisión, en absoluto fácil, y un acto intencionado de mi tenaz libre albedrío.
No sentí calidez ni felicidad fluyendo por mis venas en los momentos anteriores a perdonarle por primera vez. Luego, no obstante, sentí como si alguien hubiera abierto una ventana que permitió que entrara aire fresco en mi vida.
Después de meses y meses recluida en una celda solitaria y oscura, sentía que podía vivir y moverme y respirar de nuevo. Al elegir el perdón, elegía sanar y liberarme por fin de las cadenas que me habían tenido cautiva.
Siempre me ha desconcertado el pasaje de las Escrituras en el que uno de los discípulos de Jesús pregunta “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?”, a lo que Jesús le responde “No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. No empecé a entender esas palabras hasta que llegué a la agonía de una vida revuelta, hermosa e imperfecta y decidí perdonar de forma intencionada a mi marido.
En el matrimonio, más que en cualquier otro tipo de relación que he tenido, parece haber constantes oportunidades para buscar y extender el perdón.
En este caso, el recuerdo de la ofensa original de mi marido todavía asoma su fea cabeza de vez en cuando y las oleadas de tristeza amenazan con derribar una vez más mi sentimiento de paz y bienestar.
En esos momentos me queda una elección por tomar: o bien me encierro de nuevo en la prisión sin perdón donde tanto tiempo estuve presa, o bien puedo exhalar el resentimiento, la pena y la ira y respirar la brisa fresca que inhalé la primera vez que elegí decir “te perdono”. Y una vez más, a pesar de ese sentir, elijo perdonar y ser libre. Setenta veces siete. La clave está en mi mano.