El director de la británica Harry Palmer ha rodado su segundo largometraje con capital estadounidense, centrándolo en su Guerra CivilUno de los grandes traumas históricos de la nación estadounidense es el de la llamada Guerra de Secesión. El enfrentamiento entre el Norte, los estados que defendían las ideas de Abraham Lincoln sobre el abolicionismo, y el Sur agrupado en torno a su propio candidato presidencial, Jefferson Davis, y que no quería renunciar al sistema esclavista que había hecho florecer sus explotaciones agrarias.
Una brecha sociocultural que, incluso siglo y medio más tarde, sigue marcando las relaciones entre los norteamericanos –la victoria de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales debe entenderse desde esa perspectiva–, de ahí que el conflicto bélico se haya retratado en la ficción, especialmente la audiovisual, desde muy diversas perspectivas e intenciones.
La que han escogido el director Daniel Barber y la guionista Julia Hart para En defensa propia es la que se centra en la retaguardia de la susodicha guerra, o lo que es lo mismo, en las consecuencias de la misma para aquellas personas que no participaron directamente en ella.
En el caso de las tres protagonistas de la historia que nos ocupa, Augusta (Brit Marling), Louise (Hailee Steinfeld) y su esclava Mad (Muna Otaru), son casi presencias fantasmagóricas que intentan sobrevivir con lo poco que tienen a su alcance –obligadas a enfrentarse a sus prejuicios y a sus ideas preconcebidas, de ahí las constantes tensiones raciales entre ellas–, moviéndose alrededor de un paisaje sureño mortecino, casi diríase que postapocalíptico, en el que parece que las reglas sociales se han abolido y reina una peligrosa anarquía.
En ese contexto casi sin hombres, los dos soldados de la Unión que interpretan Sam Worthington y Ned Dennehy vienen a representar la impunidad, el descontrol que reina en el trasfondo de los conflictos bélicos.
Nos gusta, nos tranquiliza pensar que los soldados luchan con idealismo y con honorabilidad, pero la realidad es que, en la mayor parte de guerras, se producen asaltos, matanzas y violaciones fuera de los controles del ejército –o, como en este caso, alentados por él– que acaban ocultándose o maquillándose frente a la opinión pública. Un reflejo de la maldad que anida en la esencia del ser humano, y que En defensa propia retrata con inusitada crudeza.
Lo que Barber convierte, más o menos a partir de la mitad del relato, en un survival con ambientación de western en el que su trío de protagonistas se ve obligada a defender su hogar del acoso de los dos soldados norteños, definitivamente transformados en psychokillers sedientos de sangre.
Con los elementos mínimos, y un grupo de personajes muy reducido, el director británico demuestra su dominio de la tensión, construyendo un relato que apenas se apoya en los diálogos –hay secuencias enteras prácticamente mudas, que fluyen a través de las imágenes– y que acaba impeliendo a sus protagonistas, a la manera de Perros de paja, a conectar con su parte más primitiva para asegurar su supervivencia.
Un discurso, claro está, matizado por el hecho de que gira en torno a un grupo de mujeres que se ven obligadas a empoderarse en un contexto de dolor, de pérdida y de desesperanza.