El declive de Roma no tuvo que ver ni con la llegada del cristianismo ni con las invasiones bárbarasEs ya casi un asunto cotidiano, a la luz de los acontecimientos políticos del 2016, escuchar en conversaciones casuales que “este es el fin del mundo tal y como lo conocíamos”. Algo así, sin duda, habrían sentido los ciudadanos romanos bien en el año 31 antes de Cristo, con la llegada del fin de la República, o en el siglo V de nuestra era, con el fin del Imperio.
Pero lo que siempre ha sido fuente de confusión son las razones de la caída del imperio –casi lo mismo que pasa en nuestros días: pocos pueden explicar con precisión qué es lo que estamos atravesando, realmente-. El profesor de historia de la universidad de Columbia, Nathan Pilkington, ha publicado un artículo en el Washington Post con miras a ayudarnos a disipar nuestras dudas. Al menos, aquellas que a Roma se refieren.
1. No, el imperio no se derrumbó a causa de las invasiones bárbaras.
Es falso que Roma haya sucumbido por culpa de un repentino flujo de bárbaros entrando por las puertas de la ciudad. Más aún, ni godos ni muchos otros pueblos germánicos eran “bárbaros”, en el sentido en el que entendemos comúnmente el término.
De hecho, ya llevaban casi 200 años comerciando e interactuando con el Imperio, y era relativamente común que un joven germano hubiese sido educado, entrenado y empleado en el Imperio antes de que la autoridad imperial se erosionara lo mismo en Italia que en Francia, la Península Ibérica y África del Norte en el siglo V.
Más aún: no era extraño que las tribus germánicas fueran parte de los ejércitos romanos. El mismo Alarico, quien condujo la migración visigoda a través del imperio a las puertas de Roma (395-410 A.D.), comenzó su carrera militar comandando las tropas góticas que servían en el ejército romano.
2. No, los cristianos no hicieron colapsar el imperio.
Fue Edward Gibbon, en su libro El declive y la caída del Imperio Romano, quien propuso la tesis de que el cristianismo erosionó el sentido de deber cívico de los ciudadanos romanos. Este factor, sumado a las invasiones bárbaras, habría sido determinante, según Gibbon, para provocar la caída del imperio.
El trabajo de Gibbon, explica el profesor Pilkington, recibió la admiración generalizada de sus coetáneos, y por generaciones se le consideró una autoridad casi indiscutida. Sin embargo, ningún estudioso contemporáneo suscribe la tesis de Gibbon, sobre todo porque este omitió el hecho de que el Imperio Romano Cristiano del Este (esto es, el Imperio Bizantino) sobrevivió a la migración germánica por casi mil años más.
Más aún, Pilkington señala que Gibbon decidió ignorar el hecho de que los propios godos eran cristianos. De hecho, prácticamente todas las facciones, en los días finales del Imperio Romano, eran ya cristianas.
Hoy día, la mayoría de los estudiosos consideran lo que antes se entendía como el colapso del Imperio Romano Occidental sólo como un proceso más amplio de transformación, pero ya no de declive y caída.
3. No, el imperio no cayó por causa de una lucha de clases.
Decir esto es prácticamente un anacronismo, de acuerdo al profesor Pilkington. De hecho, la conocida lucha entre patricios y plebeyos tuvo lugar más de 250 años antes del colapso de la República (ni siquiera del colapso del imperio, que sobreviviría a la República cinco siglos más).
Durante un período republicano temprano conocido por los historiadores como el “Conflicto de las Órdenes”, entre los años 494 y 287 antes de Cristo, ya los plebeyos habían ganado el derecho de tener sus propios magistrados -los conocidos “tribunos” romanos- y celebraban sus propias asambleas para hacer leyes para todo el Estado romano. De hecho, los patricios fueron excluidos de estas asambleas, pero permanecían obligados a acatar sus leyes.
Los plebeyos también habían ganado entonces derecho a postularse a la elección del puesto de Cónsul, el cargo más alto que se podía ocupar en Roma. De hecho, después del 366 antes de Cristo, normalmente uno de los dos cónsules era un plebeyo. El mismo Pompeyo “el Grande” era un plebeyo, lo mismo que el Emperador Augusto, que no había nacido de ninguna familia patricia.