Una oración desde el corazónSé que soy el que soy y habrá cosas que nunca cambiarán. Me conmueve la oración que leía el otro día: “Quiero perdonarte Jesús porque a veces no me acepto como soy y me lleno de rabia. Por mis egoísmos sembrados en mi alma. Sé que no son tuyos. Pero ahí los tengo. Te perdono porque no me pules, no me cambias. Y me dejas vivir sin violentar mis formas, sin cambiar mis gestos, sin hacerme de nuevo. No sé cómo consientes que mis pasiones convivan con tu amor más verdadero. Te perdono por no hacerme puro, por no hacerme niño, por no darme un alma más grande. Te perdono por llamarme con mi piel, con mis huesos limitados, con mis manos tan torpes. Te perdono. Porque me llamas a mí en mi debilidad, a mí que no logro sostenerme a mí mismo. Te perdono por no haberme hecho de nuevo cuando te pedí que lo hicieras y haber decidido besarme en mi carne enferma”.
¡Cuánto me cuesta aceptarme tan frágil! Quiero cambiar para ser perfecto, para no cometer errores, para ser inmaculado. Me da miedo que no me quiera Dios si no cambio. No actúo entonces por amor, sino por temor.
Voy midiendo cauteloso mis pasos por miedo a pasar esa línea invisible que yo mismo me he marcado. Ese límite sagrado que he puesto en mi vida en el nombre de Dios. Por miedo al qué dirán de los hombres que observan mi vida y ven sus manchas. Por miedo a ese Dios que me he creado, que es juez y protector celoso de mi vida.
Y yo quiero agradarle. Y hago muchas cosas sólo por agradarle. Y cuando actúo mal me angustio pensando en su reacción al no aprobar mis pasos. Tengo tan grabada esa imagen en mi alma que sólo Él mismo puede cambiarme por dentro.
Puede cambiar su rostro en mí. Para vivir con libertad interior. Para ser más humano y más de Dios, sólo por amor. Para sentir que en mis pasos camina Él, no juzgando y condenando, simplemente amándome. Incluso cuando yo mismo no me amo y me condeno. Incluso cuando parece que sigo un camino diferente al que Él hubiera querido para mí.
Es tan fácil meter a Dios en mis esquemas… Reducirlo a mi imagen preconcebida. Constreñirlo en una figura rígida que contiene mis propios miedos y formas. La conversión de Dios tiene sus peligros. Rompe mi rigidez. Y me hace de nuevo.
Me atrevo a pedirle a Dios que me convierta de nuevo. Que se valga de todo lo que quiera, del poder de su Espíritu, para cambiarme por dentro. No tengo miedo a sufrir cambiando. No temo. Sólo amo.
La conversión es mucho más que un simple cambio. No se trata sólo de lograr algunos cambios posibles y pequeños, algunas mejoras. No pretendo una transformación superficial. Busco algo más hondo. La conversión es un cambio profundo del alma.
El corazón deja de mirarse a sí mismo para comenzar a mirar a Dios. Deja de poner el acento en la voluntad para ponerlo en el amor de Dios que todo lo transforma.
Hace falta más humildad para vivir la conversión verdadera desde mi verdad, desde lo que yo soy. No depende ya todo de mí. Dios pasa a jugar un papel central en mi vida. Él decide en mí. Él obra milagros en mí.
El Espíritu Santo actúa cuando me pongo en sus manos: “No somos nosotros los que nos redimimos. Sin embargo, eso es lo que pretendemos hacer una y otra vez y por eso tantos fracasos en nuestra vida”[1]. Dios me redime y me salva. Y yo me abro a la gratuidad de ese amor que desciende sobre mi vida.
Me gustaría vivir siempre así. Agradeciendo por los milagros que Dios hace en mí. Me gustaría tener más libertad y no vivir apegado a mis formas, a las apariencias, al deber ser. Vivir más libre sin pensar tanto en si esto u esto otro agrada a Dios. Es un cambio en la mirada.
[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu