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Si quieres cambiar, prueba ir al desierto, al silencio…

Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/12/16

¿Mi actitud ante Dios es el temor o el amor? En esta segunda semana del Adviento me adentro en el desierto. Hoy Juan grita en medio del desierto: “Una voz grita en el desierto: – Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. Este tiempo de Adviento me lleva a la soledad del desierto. La frialdad y el calor del desierto.

Leía el otro día: “El que va solo al desierto a veces hace muchos rodeos hasta que llega a lo esencial. El desierto es un lugar de encuentro con Dios y con uno mismo[1].

Quiero encontrarme con Dios en el desierto particular en el que me adentro. Quiero buscar el silencio en estas semanas de preparación. Quiero volverme hacia lo esencial de mi vida, mirar mi corazón, descubrir la presencia de Dios en mí.

Quiero comprender al Dios de mi historia. Comprender tantas cosas que a veces no comprendo. El porqué de tantas desgracias. La razón de las injusticias. ¿Vale de algo rezarle a un Dios todopoderoso que al final hace lo que quiere sin que mi oración influya? ¿Cómo tocar la misericordia de Dios en mi vida, en mi desierto, cuando vivo desgracias y sufro heridas?

En la cabeza lo tengo todo claro. Conozco aparentemente a ese Dios misericordioso. Pero luego mi corazón no entiende. Se rebela contra Dios. Lo desconoce. No toca su mar de misericordias. No siente su abrazo inmenso. ¿Dónde me habla Dios con fuerza en su amor que se abaja, que se hace niño y viene a mí? Quiero tocarlo.

Decía el padre José Kentenich: “¿Cuál es mi experiencia personal de Dios? ¿Mi actitud fundamental ante Dios es el temor o el amor? Me refiero al temor o al amor como nota dominante, en nuestra actitud personal[2].

Creo que cada tiempo de desierto es una nueva oportunidad que me da Dios para crecer en hondura, en intensidad de vida, en amor. A veces, es necesario salir un poco de lo cotidiano. Eso es el desierto.

Necesito salir para ver con distancia mi camino. Para buscar en el alma esas nuevas corrientes que mueven mi corazón y me llevan a lo alto, al encuentro con mi prójimo. Es una oportunidad más para desprenderme de lo que está atado a mi alma y me pesa. Me ata y me esclaviza.

Quiero crecer en profundidad. Convertirme de corazón. Este es el grito de mi alma en el Adviento. El grito de Juan en el Jordán: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán”.

Los que llegaban a Juan confesaban sus pecados. Quieren cambiar de vida. Como yo tantas veces. Traen al Jordán su pobreza y su debilidad. El desencanto de la vida. Quieren cambiar y no saben cómo hacerlo. Dudan del cambio. Muchos llegan a escucharle.

¿Por qué se acercan a Juan tantos hombres? Porque les habla de la verdad de sus vidas. Porque les anuncia que Dios está cerca. Porque les muestra un camino de plenitud. Porque les habla de la conversión del corazón. Y les dice que es posible.

Me gusta Juan. El hombre íntegro. El hombre fiel que se entrega a su causa hasta el final. Cree sin dudar desde el momento del abrazo de su madre a María. Allí fue bendecido. Y su misión está unida a Jesús desde que nació. Su humildad lo hace grande.

Juan era un hombre de una pieza, un hombre veraz. Su testimonio no es de palabra, es de obras. Juan no es políticamente correcto. Es un hombre libre. No tiene miedo.

Llama la atención su forma de vida: “Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre”. Juan va a la raíz. Desde su pobreza y sobriedad.

Les dice que es posible cambiar si quieren hacerlo. Desea la conversión del corazón de todo el que se acerca. Les recuerda que es posible volver a empezar después de haber tocado fondo. Los invita a prepararse porque Dios está cerca y es necesario allanar la tierra del corazón para su venida.

Juan es un hombre de Dios exigente. Él vive su vida con exigencia. Practica lo que predica. Hay coherencia en su vida. Y además es un hombre bueno.

Me recuerda lo que dice Carlos de Foucauld: “Mi apostolado debe ser el de la bondad. Viéndome deben decirse: ya que este hombre es tan bueno, su religión deber ser buena y si me preguntan por qué soy manso y bueno debo decir: porque soy el servidor de alguien que es más bueno que yo. Yo quiero ser bastante bueno para que se diga: si así es el servidor, ¿Cómo debe ser el maestro?”.

Viendo a Juan es posible imaginar cómo sería Jesús. Juan es un hombre enamorado. Un hombre de Dios. Lo buscan porque es veraz, porque está unido a Dios, porque les abre el corazón al cielo. Juan era bueno. ¡Cómo tenía que ser entonces aquel al que él no era digno de llevarle sus sandalias!

Yo quiero que mi corazón se ensanche rompiendo las durezas que no le dejan amar. Quiero cambiar. Quiero que sea Dios el que me rompa ese esqueleto duro que no me deja progresar. Que renuncie a mis esquemas y me ponga en camino al encuentro del otro.

Quiero crecer rompiendo mis límites. Dejando de escuchar esas voces que me dicen que no puedo hacerlo, que no llego a la cima, que no lo voy a lograr. Escucho la voz de Juan en mi corazón. Sé que la concha en la que vivo se me queda pequeña. Quiero cambiar y no lo logro.

A veces no quiero porque el cambio me consume mucha energía. Pienso que a veces puedo ser infantil en mi forma de vivir la fe. Tengo esquemas aprendidos de pequeño y no los cambio. Pero no conozco a Jesús como es de verdad. No lo he tocado. No me ha tocado con su misericordia.

Ojalá este desierto del Adviento sea una oportunidad para madurar, para recorrer un camino interior.

Decía el Padre Kentenich: “El viraje completo y la conversión profunda en nuestra vida espiritual se operan por obra del Espíritu Santo. El giro de timón consiste en desplazar el acento de las prácticas ascéticas exteriores hacia una intensificación de la vida de oración y esperar más nuestra santidad como fruto de la acción de Dios. Hay que completar el viraje del egocentrismo al teocentrismo”[3].

No se trata de abandonar las cosas que ya hago. Consiste más bien en poner el acento en el poder Dios. Él puede hacerlo. Puede cambiarme. Puede convertir mi corazón que no quiere cambiar.

 

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 28

[2] J. Kentenich, Vivir con alegría

[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

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