La naturaleza, la comida, una amistad,… vincúlate de modo orgánico a todo y entonces ve más allá
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Creo tener bastante claro que sólo a través de lo humano puedo llegar al mundo de Dios. Al menos es lo que yo he vivido. Lo he aprendido en la vida. Ha sido así a lo largo de mi historia. Es mi certeza más valiosa. Mis vínculos humanos me han adentrado en el mundo de Dios.
Una palabra, una invitación a comer en mi casa, una amistad, un camino común. Las cosas y los hombres. Sé que no puedo esclavizarme en el mundo. Pero tampoco puedo evadirme de mi realidad. Son cuerdas que Dios me lanza.
Decía el padre José Kentenich: “Las cosas nos deben vincular. Imaginemos que Dios haga bajar del cielo una cuerda. Nos debemos agarrar fuertemente a esa cuerda. Dios tira la cuerda para que podamos llegar al corazón de la Santísima Trinidad. Así, deben considerar todas las cosas: la naturaleza, la comida, la bebida, todo lo que vemos como creación; debemos vincularnos de modo orgánico a todo y entonces ir al más allá. Por tanto, ¿puedo disfrutar de las cosas? ¡Sin duda! Es un vincularse, pero también un elevarse, un estar siendo elevado a lo alto, al seno del Padre”[1].
Quiero vivir con pasión esta vida, este mundo. Las cosas que me lanza Dios como cuerdas que suben hasta Él.
El otro día me decía una persona: “No podemos ver en el mundo sólo cosas malas. No todo lo que viene del mundo es malo, es una carencia, o es algo oscuro. Hay muchos desafíos en el mundo que se nos regala”. Y tenía razón.
Soy del mundo. He nacido en el mundo. En el mundo he echado raíces. He amado. He sido herido. Hay gracia y pecado. Maldad y bondad. Luz y sombras. Dios tiende cuerdas que cuelgan desde el cielo y tocan lo más hondo de la tierra.
Decía el padre José Kentenich: “Nosotros no acentuamos solamente el alejamiento del mundo, sino también una apertura al mundo. El buen Dios ha creado las cosas y las ha dejado como una cuerda que cuelga desde Él hacia abajo. Por tanto, según la ley de la transferencia y de la transposición orgánica, debemos vincularnos a las cosas y a las criaturas”[2].
El mundo me interpela. Me exige. Me anima a cambiar, a soñar, a luchar. Amo el mundo y quiero cambiar este mundo. Mi mundo, mi vida. Sufro en la tierra que piso, en los mares que navego. Anhelo el cielo con los pies en la tierra.
Quiero un mundo más justo, más puro, más feliz, más pacífico. Soy de carne. Experimento mi debilidad. Sufro y deseo. Sueño y espero. Amo y soy amado. El mundo y los hombres me pueden llevar a Dios.
También me pueden alejar de Él si me ato al mundo. Lo sé. Lo he vivido. Pero en el mundo concreto que habito está viva la voz de Dios invitándome a dar la vida, a cambiar la realidad con mi entrega.
La misionera Victoria Braquehais decía: “Yo no lo sabía y África me va educando el corazón. A cada uno en su lugar. He descubierto la humanidad de Jesús. El amor en lo concreto. Allí todo es concreto. Es el misterio de la encarnación. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. El amor a la vida. En África vales por lo que eres, no por lo que tienes, el amor en lo pequeño”.
Sé que no tengo que ir a África para tocar el amor humano de Dios en lo pequeño. Me basta con mirar a mi alrededor, con alargar la mano, con tocar mi vida. Me habla en lo concreto de mi camino. Allí donde yo tantas veces no lo encuentro. Porque estoy ciego.
Pero sé que el mundo es camino de salvación para mí. Es verdad, también lo sé, a veces el mundo me aleja de Dios. El mundo y mis vínculos humanos pueden apartarme de su amor.
Puedo dejar de verlo a Él cuando me han fallado las ataduras humanas. Cuando sin yo quererlo se ha roto la cuerda que me conducía al corazón del Padre. Un error. Un desengaño. Un desamor. Una mentira. Una desilusión. Un rechazo. La delgada cuerda que me llevaba al cielo queda rota de repente. Rota como yo mismo, caído en el suelo, herido por la vida, por los hombres, por el mundo.
Dejo entonces de ver a Dios en el dolor, en el desengaño y pierdo la esperanza. No subo más alto. Me estanco.
He descubierto que en esos momentos sólo me queda volver a confiar. Recuerdo las palabras de Pedro Poveda: “La luz siempre acaba venciendo la oscuridad”. Lo sé, tras la noche vence el día. En el desengaño de mis amores busco a Dios, y lo encuentro entre las sombras.
Cuando me falta la confianza en lo humano sólo puedo volver mi mirada a la luz de Dios. Es mi esperanza siempre, especialmente cuando me quedo solo. Cuando me fallan las ataduras humanas.
Eso puede ocurrir. Es parte de la vida. Y entonces miro más alto, más dentro del corazón de Dios. Más dentro de mi alma. Pero no por ello me olvido de lo importante. En el vínculo humano está Dios. Oculto a veces. Escondido en gestos imperfectos.
Me hace falta su mirada para poder descubrirle vivo en los más cercanos. En los que yerran delante de mí. En los que no son perfectos.
No quiero buscar a Dios sólo en los santos de altar. En los que ya no pecan porque están con Dios para siempre. En esas vidas que no conozco tan bien porque nunca compartí su camino. Y los idealizo.
Quiero aprender a ver a Dios en lo más humano. En aquellos a los que quiero y conozco en su debilidad. Quiero que mis amores sean un trampolín hacia el cielo, y no una barrera.
El rostro humano, es el reflejo pálido del rostro de Dios. Los gestos de amor pequeños, débiles, me hablan del amor imposible que Dios me tiene. Me lo repito todos los días para no olvidarlo. Para no desconfiar tanto de lo humano. Para no acabar viendo siempre en el mundo un peligro, una tentación. Para no creer que todo lo que no es sobrenatural es sospechoso.
Dios me desconcierta con sus caminos. Me sorprende al hacerse carne de mi carne. Al abajarse en medio de mi vida. Tengo la tentación de valorar sólo lo que está ya en lo más alto del cielo. Y desprecio esa presencia suya velada por la carne. Como si no fuera real su presencia en el pan partido, en el amor herido, en las vidas frágiles que portan su fuego.
A veces pretendo encuadrar a Dios en mis esquemas para que no me sorprenda, para que no me duela. Para evitar el desgarro de la pérdida, el dolor del amor.
El que no ama no sufre, el que no se vincula no se desgarra. Para evitar que mi rigidez tiemble con su presencia oculta y misteriosa pretendo aferrarme a un Dios colgado del cielo.
La carne del mundo, aparentemente imperfecta, me duele y me confunde. Quisiera aprender a amar más en lo humano y así más en Dios. Más en el amor a los que me ha confiado, más en la carne herida, cercana, concreta. Quiero amar con lazos humanos. Para llegar así al corazón de Dios.
[1] J. Kentenich, Vivir con alegría
[2] J. Kentenich, Hacia la cima